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NACHO RUIZ
Lunes, 19 de septiembre 2016, 23:51
En estos días en que los sueños espantosos de El Bosco se cuelgan en el Museo del Prado, resulta más fácil recrear Orihuela y toda la Vega del Segura desde Guardamar a Beniel, quizá incluso hasta las puertas de Murcia, en llamas. Escenas imaginadas por Dante entre lágrimas y dolor, entre sangre y humo, muerte y destrucción, una tierra tranquila y próspera sumida en una pesadilla tan real como legendaria. Ciudades saqueadas por guerreros daneses que asesinaban a los hombres con sus hachas míticas y violaban a las mujeres para robar la poca plata que pudieran tener en las casas y la mucha que hubiese en los palacios omeyas durante aquellos días nefastos del año 858. Como en los cuadros del pintor flamenco, el paisaje se debió llenar de escenas infernales sumidas en el rojo de las llamas sobre el negro de la noche y el de la sangre sobre la tierra en uno de los momentos más terribles de nuestra historia. Todo empezó como siempre empiezan las catástrofes; con una Región sumida en la normalidad más absoluta. Una mañana, probablemente en otoño, antes de que los temporales de invierno hiciesen más complicada la navegación, dos príncipes daneses: Bjorn y Hasting, hijos del mítico rey Ragnar Lodbrok -que los seguidores de la serie 'Vikingos' conocen de sobra- llegaron a las costas de Murcia con una flota de unas 50 naves. La travesía fue sencilla y franca, no encontraron una flota fuerte para hacerles frente. Llegaron a Guardamar tras pasar a fuego los numerosos enclaves costeros, remontaron el Segura con sus embarcaciones ligeras y saquearon Orihuela. Pasaron a sangre y cuchillo una ciudad confiada, lejana de los frentes bélicos del norte de España y, durante un tiempo, saquearon la vega, llegando probablemente a las puertas de la actual Murcia, entonces poco más que un campamento militar. Este es el relato de una invasión casi mítica que condicionó en cierta forma la configuración del Reino de Murcia.
Y es que si hay un elemento que excita la imaginación en la Edad Media europea son los vikingos. El pueblo salvaje del norte, el reino pagano del terror danés, sueco, noruego y finalmente global. Los señores del mar que han llenado millones de páginas y protagonizado miles de películas no fueron los amables personajes de 'Viki el Vikingo', si bien tampoco fueron exclusivamente los románticos asesinos de la citada serie televisiva. El estudio detallado de su cultura, a partir de las numerosas excavaciones arqueológicas, nos muestran un pueblo de saqueadores pero también de comerciantes y artesanos. Sin embargo, los que llegaron a los antiguos territorios de Teodomiro (Tudmir) no eran comerciantes ni artesanos. Eran guerreros curtidos en la navegación de cabotaje desde los confines de Europa y tenían un fin: robar todo lo que de valor hubiera en el sur de Al-Ándalus, quemando todo lo que se pusiese por medio y asesinando a quien intentase evitarlo.
Las certezas
Es este un suceso poco conocido y envuelto en las brumas de la historia, ese naufragio en el que buscamos supervivientes en medio de la tormenta. Entre las leyendas de la llegada de los vikingos al sur de España, entonces bajo el mando de los omeyas, está la imagen del arrastre de sus barcos tierra adentro sobre troncos de árbol, algo que no debió ser tan frecuente como en un tiempo se imaginó, pero para lo que estaban sobradamente preparados. Se ha tenido una imagen de ellos como un pueblo básicamente brutal, que pasó de la prehistoria a la Edad Media sin transición alguna, no romanizado, practicante de sacrificios humanos -con frecuencia infantiles- algo que han demostrado las excavaciones de Trelleborg, Hudstup y tantas otras, o la representación de ahorcamientos rituales en el tapiz de la tumba de barco de Oseberg, en Noruega.
La llegada a nuestro país se habría producido en el 844, según los 'Annales Complutenses' del siglo XVIII, que relata que fueron derrotados en La Coruña por Ramiro I de Asturias. La segunda oleada de la que tenemos noticias abundantes es la que nos interesa. En ella hicieron una exhibición de navegación única en la historia, como prueba, el asalto de Pamplona remontando el Ebro, una aventura épica como pocas y que culminó con el apresamiento del rey García I Íñiguez casi al tiempo del devastador paso por tierras murcianas. Debieron llegar en unas cuatro oleadas a lo largo de casi dos siglos. Ya en la 'Historia Completa' de Alí Ibn al-Athir encontró Sánchez Albornoz referencias a lo que los omeyas llamaron 'al-magus', refiriéndose a su paganismo, y fija una base estable cerca de Guetaria, probablemente en Mundaca, décadas antes del asalto a Orihuela. Partimos de un hecho confirmado por las fuentes: Una flota de entre 60 y 80 barcos de guerra vikingos circunnavegó la península camino de Roma, saqueando a su paso La Coruña, Sevilla, Iria Flavia, Algeciras y Orihuela (entonces Uryula), entre otros muchos puntos olvidados por las fuentes. A Orihuela, punto central de la Cora de Tudmir, que comprendía parte de Alicante, Murcia y Albacete, la flota debió llegar mermada tras años de lucha, pero con potencial suficiente para saquear la región y continuar la navegación hasta Italia, aunque sin conseguir su objetivo final de asaltar Roma. Un siglo después, en el 968, la 'Historia Compostelana' nos cuenta el asalto de los «normandos» a Galicia, cuando tuvo lugar la batalla de Fornelos. En la última oleada de ataques, en el año 1031, tomaron casi toda la costa valenciana, pero no hay referencias a Murcia.
¿Murcia como tope?
Tenemos, entre las múltiples lagunas, muy poca información relativa a las cartas y mapas que manejaban los vikingos para sus viajes. Partimos del apriorismo de que eran unos bárbaros que se movían por impulsos, pero si fueron capaces de remontar el Guadalquivir y asaltar una metrópolis fortificada como era Sevilla, no podían ceñirse a esa imagen preconcebida. Debían conocer por referencias el territorio, máxime si contaban con una base en el norte de la península desde hacía tiempo. En los ensayos actuales, como los de Arne Melvinger o Cristina Arias Jordán, encontramos una documentación muy rica pero que no puntualiza lo relativo a los enclaves costeros murcianos que tomaron. Si seguimos un plano arqueológico, encontraremos, solo en la bahía de Mazarrón, no menos de media docena de villas, explotaciones y factorías que debieron suponer presas fáciles para unos piratas que navegaban haciendo cabotaje. La incógnita es Cartagena. La antaño gran capital de la diócesis languideció durante el periodo, de tal manera que apenas aparece referenciada en la Cora de Tudmir. Sin embargo, era la principal urbe de la costa y debía contar, aunque casi abandonada por la población y en mal estado, con una estructura defensiva. Pero no tenemos testimonios arqueológicos, ese es el gran problema. Se hacía eco Antonio Botías en este periódico, hace unos años, de una historia contada de generación en generación que relata cómo uno de los barcos, seguramente un 'langskip' de guerra, pudo naufragar en San Pedro del Pinatar quedando su tripulación para siempre en el Mar Menor y trayendo del norte el apellido Imbernón.
Más allá de la veracidad de esta maravillosa posibilidad, pone en evidencia la necesidad de testimonios sólidos en forma de textos y restos arqueológicos. En el British Museum, se conservan varios tesoros fundamentales de los vikingos, un pueblo que dominó -entre otros territorios- parte de la actual Gran Bretaña. Uno es el 'Ajedrez de Lewis', seguramente la imagen más icónica de los vikingos junto a la tapicería de Bayeux. El otro es el 'Tesoro de York', aparecido en 2007. Estos últimos objetos pertenecieron a un vikingo que enterró sus bienes allí. Contiene joyas y monedas provenientes de Rusia, Oriente Próximo, Asia y, tal vez, de Al-Andalus. Un hallazgo similar en Orihuela, en Beniel o en Guardamar aclararía todo, pero no disponemos de pruebas arqueológicas más allá de los estratos de destrucción. Y las fuentes escritas, claro. Esto no es del todo raro. Pensemos que el tesoro de York se entierra a la vuelta de la depredación casi global de su propietario, pero los asaltantes en sus campañas no llevaban encima más que su armamento, del que no se desprendieron porque no tenemos noticias de que fuesen vencidos en la campaña de Orihuela. No llevaban monedas propias, cuando las usaban eran dirhams, los dólares de la época, y no hemos encontrado un solo enterramiento que podamos atribuir a ciencia cierta a un vikingo. Entre los pocos testimonios materiales, el bote vikingo conservado en San Isidoro de León, probablemente una pieza de ajedrez. El hecho de que se conserve en este tesoro ha hecho pensar en un presente diplomático al califato de Córdoba, pero todo queda envuelto en la bruma de la historia.
Dentro del carácter legendario de la invasión vikinga, hay curiosidades, como la que atribuye la presencia de familias rubias a las violaciones de los guerreros, pero es muy poco probable y, en cualquier caso, el rastro de ADN se desviaría antes por la presencia de colonos suizos y alemanes, la mezcla de razas desde los alanos a los visigodos, la diversidad racial actual...
Pero sí hay una hipótesis plausible en la actual situación de la ciudad de Murcia. Tras la toma arriba aludida de Sevilla, los vikingos fueron aplastados por Abderramán II, que formó un ejército para ello. Debemos tener en cuenta que el califato Omeya se encontraba en relativa paz dentro de sus fronteras, tanto que no se disponía de una flota militar permanente y las ciudades mantenían las defensas relativamente bajas. Por eso pudieron tomar con facilidad y extrema violencia la capital andaluza, y luego Orihuela. Se da la circunstancia de que fue el cuarto emir de Córdoba, Abderramán II, el que fundó Murcia en el 825, poco después de la llegada de los vikingos a España, lo cual nos hace pensar en el carácter militar del primer asentamiento, que controlaba el estratégico paso de Granada a Alicante y Valencia. Más lejos del mar que Orihuela, lo cual la hacía más segura, con carácter de campamento militar y fortificada. Si valoramos la relativa estabilidad del periodo, llegamos a la conclusión de que el gran peligro, muy por encima de los lejanos cristianos del norte, pudieron llegar a ser los vikingos, que atacaban periódicamente las ciudades de la península. Tenemos, por lo tanto, una ciudad incipiente con un río navegable, factor fundamental. En estos momentos, solo las piraguas pueden surcar nuestro río, pero hace un milenio el caudal era mayor y la navegación más frecuente, al menos hasta Orihuela y, posteriormente, hasta Murcia. No permitía naves del calado de las que remontaban el Guadalquivir, pero pensemos que todas las capitales europeas, con la excepción de Madrid, son accesibles en barco, bien por río bien por mar. Esa navegabilidad del Segura fue decisiva en el crecimiento de un enclave defensivo como fue Murcia, una ciudad fundada apenas 30 años antes del asalto vikingo.
Las fuentes apuntan a una estancia prolongada, seguramente acamparon en Orihuela hasta que la mar se mostrase benigna, llegada la primavera. Y, mientras tanto, pudieron llegar hasta Cieza. Los vikingos no son un pueblo que haya pasado a la historia por su labor edilicia. Su arquitectura, como corresponde a un pueblo viajero, sin una tradición durante el periodo del imperio romano, está basada en estructuras sencillas en las que prima la madera. Fortalezas como las de Trelleborg o Frykat, característicamente circulares, constituyen hitos muy seleccionados, y sus viviendas eran extraordinariamente funcionales. Para el paso de unos meses, resulta poco lógico que unos guerreros poco especializados en la edificación levantasen algo más que tiendas, innecesarias si pensamos que podían elegir entre los edificios lujosos de la urbe omeya. Sí tenemos, según los expertos, edificaciones llevadas a cabo por los omeyas con carácter defensivo tras el asalto vikingo, la más importante la Rábita de Guardamar, una fortaleza compuesta por múltiples capillas. Queda el sueño de descubrir un enterramiento. Un contingente tan numeroso, que practicaba la violencia con normalidad, debió de sufrir bajas. ¿Dónde están esas tumbas? Seguramente no demos con una de las suntuosas denominadas 'Sepulturas de barco', en la que los caudillos se enterraban con su nave, pero ¿encontraremos algún día a uno de aquellos asesinos que condicionaron para siempre la historia de la Región?
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Julio Arrieta, Gonzalo de las Heras (gráficos) e Isabel Toledo (gráficos)
Jon Garay e Isabel Toledo
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