«Tuvimos miedo de llegar a casa y encontrar muerta a nuestra madre»
Crecer entre golpes ·
Hay 681 casos activos de menores testigos de malos tratos en la Comunidad. Las hijas de María arrastran las secuelas psicológicas de los días de pánico: «Yo aún sufro ataques de ansiedad; me clavo las uñas», dice la menor de ellas
Los golpes que marcaron el rostro de María también dejaron manchas en la memoria de sus dos hijas, las otras víctimas de aquellos años de terror. «Teníamos miedo de volver a casa y encontrar muerta a nuestra madre», reconoce Sara, la mayor de ellas. Laura, más callada, asiente a su lado. Tras los nombres de estas dos jóvenes, también ficticios, se esconde el drama sigiloso de los menores condenados a crecer en hogares rotos por la violencia machista. Ninguna ha cumplido aún los 25, pero ambas han tenido tiempo ya de ver «demasiadas cosas» y de sentir un miedo que jamás se ha ido del todo. «Nunca queríamos irnos de casa –afirma la mayor–. Me negaba a acudir a las excursiones del colegio para no dejar a nuestra madre sola». Tenían la certeza, explican, de que María vivía un infierno cada vez que ellas desaparecían. Sobre todo en los años del segundo maltratador, que se instaló en su casa. «Él se cortaba cuando estábamos nosotras. A nuestro padre, en cambio, le daba igual quién hubiera delante», apostilla Laura.
Las consecuencias de aquella violencia siguen manifestándose hoy. Laura no ha dejado de sufrir ataques de ansiedad, episodios en los que se clava las uñas con tanta fuerza que las marcas tardan meses en desaparecer. «Estas me las hice el pasado mes de julio», dice mostrando cuatro medialunas de tono oscuro a la altura del bíceps derecho.
Hace ya casi seis años que en casa de su madre no se escuchan gritos ni golpes, pero el pecho sigue estrechándosele sin aviso hasta dejarla paralizada. «Me agobio. Me cuesta respirar y no sé qué hacer. Aprieto inconscientemente y todavía no sé gestionarlo», asegura. Solo hace unos días sufrió el último ataque: «No sé de dónde viene ni cuándo. Puede ser a raíz de algo o porque sí».
El dolor y la coraza
«Yo era más alegre. Ya no me fío tanto de la gente»
Sara ha desarrollado una coraza protectora de la que ahora no logra deshacerse. «Me he hecho una persona mucho más cerrada. Yo antes era más alegre, pero ya no me fío tanto de la gente y tengo problemas para socializar», explica. Teme dar con otros hombres que puedan ser como los que pegaron a su madre, personas capaces de protagonizar escenas tan crudas como algunas de las que no consigue olvidar. Por ejemplo, la de aquel día en que la Policía se llevó a su padre, que tiene grabada a fuego. «Fue brutal. Enganchó a mi madre del pelo y empezó a pegarle, y yo me vi corriendo por la calle y llamando a la Policía. Tenía solo 11 años», rememora.
En 2021, solo hasta final de septiembre, el número de intervenciones individuales a niños por parte del Servicio de Atención Psicológica para Menores Expuestos a la Violencia de Género de la Región de Murcia –Sapmex– fue de 2.626, según los datos de la Dirección General de Mujer y Diversidad de Género. En la actualidad, según las mismas fuentes, hay 681 casos activos de menores testigos de malos tratos en la Comunidad. Unos crecen viendo la violencia contra sus madres; otros sufren las agresiones de forma directa. En los peores casos, los agresores acaban con sus vidas. Desde 2013, cuando la estadística oficial empezó a contabilizarlos, 44 niños han muerto a manos de sus padres o las parejas o exparejas de sus madres en España, cinco de ellos en 2021. Por otra parte, 330 menores han quedado huérfanos en los últimos ocho años, seis de ellos en la Región. El último caso en la Comunidad ocurrió en Beniel en julio de 2019, cuando un hombre acabó con la vida de su hijo de 11 años antes de suicidarse.
Una historia por contar
«Salí llorando de la primera sesión con la psicóloga»
Para tratar el impacto de aquellos días, Sara y Laura comenzaron hace casi un año a acudir al Centro de Atención Especializada a Víctimas de Violencia de Género (Cavi) de su municipio donde reciben ayuda psicológica. Nunca antes habían ido a un profesional.
«De la primera sesión salí con muchas dudas –asevera Laura–, pero sentí mucho alivio de poder hablar de ese tema con alguien». Sara abandonó el edificio llorando. «Llevaba muchos años sin hablarlo. Lo único que quería era pasar página y evitar el tema».
Las alteraciones en la conducta y los problemas psicológicos son habituales entre los menores que conviven con episodios de violencia de género. «Hoy está claro que los hijos son tan víctimas como las madres», explica Juana Fuentes, psicóloga en el Cavi de San Javier, que detalla que las patologías más habituales en las víctimas, tanto madres como hijos, son «el trastorno de estrés postraumático, la depresión y el trastorno de ansiedad». En el caso de Sara y Laura una de las muestras más visibles llegó de la mano de su desarrollo académico. La mayor repitió dos cursos en el instituto; Laura tuvo que volver a cursar uno en Primaria. No podían estudiar. «La etapa de la adolescencia fue la más complicada –cuenta Sara–, nuestros padres se separaron y yo tenía un pasotismo absoluto. No quería estudiar, ni tenía ganas de nada».
Cuando llegó la segunda pareja de su madre, Sara había comenzado una relación con su actual novio, de modo que era Laura quien pasaba más tiempo en casa, donde las cosas, lejos de mejorar, estaban empeorando. «Me tocó verlo todo», sostiene. Y en ese 'todo' no se incluyen los muchos episodios que su madre les ocultó. «Recuerdo que había una alfombra aquí, y aquel hombre cogió a mi madre de los pelos y la hizo volar. Ese día hablé con mi hermana y le dije lo que había pasado. Yo estaba fatal».
Negar la evidencia
«Por más que lo hablabas, ella no lo veía en ese momento»
«Mi madre no nos contaba nada –señala Laura mientras anuda los dedos sobre la mesa–. Nos decía que se había caído, pero nosotras sabíamos que era mentira». «Cuando mi hermana me contó lo que había visto, volvieron el pánico y las noches en vela llorando –dice Sara–. Era increíble. Por más que lo hablabas, ella no lo veía en ese momento. Intentaba ocultarlo, pero al final era inevitable. Aquellos moratones en la cara, las heridas… Eran cosas evidentes».
Entonces llegó la culpa. «Después de lo de nuestro padre la animamos a que empezara con otra persona. Pero luego salió tan mal –lamenta– que no podíamos evitarlo: nos sentíamos responsables». Aquella culpa ha viajado durante años en doble sentido. María también arrastra la suya: «Aún me pregunto cuánto daño les hizo a mis crías todo lo que vieron».
El silencio de la abuela
Un patrón repetido entre generaciones
Puede hacerse una idea. No hace tanto comprendió que ella también había sido en el pasado una menor en la situación de sus hijas: «Hoy sé que el primer maltratador que conocí fue mi padre. Tardé tiempo en darme cuenta. Durante mucho tiempo pensé que había sido mi primera pareja, pero no. Fue mi propio padre».
Las imágenes de objetos volando de la mesa y los desprecios la asaltan al recordar su niñez y su adolescencia. «Él pasaba de cero a cien en un momento –recuerda–. No se le veía venir».
Una vez, mientras fregaba los platos en mitad de una discusión, María alzó la voz. «Le dije: '¡Ya está bien!, y me metió un guantazo con todo lo grande que era que me dejó sin habla». Ella tenía 16 años. «Cerré el grifo y me fui a mi habitación», subraya.
Sin embargo, lo que más le duele es lo que no vio, lo que solo ha podido intuir: que su madre también sufría golpes cuando ella no estaba delante. «Sé que le pegó. A veces le pregunto a mi madre: '¿Cuántas cosas te vas a llevar a la tumba, mamá?, y ella me contesta: '¿Y tú?, ¿Cuántas cosas te vas a llevar tú?'. Yo al menos he reconocido que me han pegado».
Una sentencia incumplida
Sin pensión alimenticia y casi desahuciadas
Otra de las formas de violencia que algunos padres maltratadores ejercen contra sus hijos llega por la vía económica. El de Sara y Laura, según denuncia su madre, «nunca pasó la pensión de alimentos» a la que le condenó el juez. Ella supo que sería así desde el principio. Él mismo se ocupó de avisárselo: «Pasó por mi lado en el juicio y me soltó: 'Una mierda voy a pagarte yo la casa. Cuanto antes os echen a ti y a tus hijas de ahí, mejor». Y así lo hizo. «Pensé que nunca me había dicho una sola verdad en 22 años, pero eso sí que lo era. Esta casa fue a embargo –señala recorriendo el salón con la vista–, y ahora estamos aquí, en la vivienda por la que tanto luché, gracias a un alquiler social».
Unión contra la desgracia
«Nosotras solo nos teníamos las unas a las otras»
Entre temblores, lo que siempre se mantuvo intacto fue el cerco protector que María y sus dos hijas construyeron a su alrededor para protegerse mutuamente. «Siempre hemos sido nosotras tres –resalta Sara–. Todo esto nos ha unido mucho, porque solo nos teníamos las unas a las otras».
Únicamente en la adolescencia aparecieron algunas grietas, que restañaron rápidamente. «Yo me enfadaba y le recriminaba a mi madre que después de todo lo que había vivido hubiera acabado otra vez así. Luego te das cuenta de que la víctima, que es más vulnerable, a veces puede volver a caer en la trampa, pero nunca es culpa suya».
Tanto con la segunda pareja de su madre como con su padre, la relación de Sara y Laura es inexistente aunque, en los últimos dos años, su progenitor ha intentado varios acercamientos. A Laura, aquellas apariciones la dejaban completamente descolocada y la llevaban de vuelta a los ataques de ansiedad. «Opté por no coger sus llamadas ni responder a los mensajes. No me hacían bien», explica.
«Es una persona que no nos aporta nada. No queremos saber nada de él», agrega Sara.
Durante su infancia, la ausencia de una figura paterna causó inseguridades y anhelos. «Veíamos a otros niños a los que recogían sus padres y pensábamos: 'Buah, yo quiero eso'. Llegan tus primeras graduaciones y otros momentos importantes y tu padre no está. Pero al final tienes a tu madre y a tu hermana», valora Laura.
Ahora solo temen que alguno de los dos regrese. «El miedo sigue ahí –reconoce Sara–. ¿Quién nos dice que no se van a presentar un día aquí y a volver a hacerlo? Es muy duro de decir pero, sinceramente, estaríamos más tranquilas si desaparecieran».
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