DJ idealista

Si se hubiera dejado llevar, estaría aún tapizando sillones orejeros por tradición familiar, pero Matías Cantabella quiso correr mundo, sorber la noche y, sobre todo, que nadie más decidiera la banda sonora de su vida. En las lunas de verano se le puede ver en la cabina del chiringuito de Cala Reona (Cartagena), poniendo fondo musical al reflejo de las estrellas en el mar, aunque luego inverna en el Baraltea de Murcia, un 'afterwork' que Matías pone en solfa con pop de los ochenta y su 'feeling' natural. Esa sonrisa suya, contagiosa como un estribillo de Raffaella Carrá, hizo que Jeff Goldblum se acercara a darle la mano en medio del rodaje de 'Punto de mira', en las minas de La Unión. «Le dije: 'I am Matías', y se sentó a mi lado», saborea de nuevo el momentazo Hollywood que vivió en su papel cinematográfico, repeinado a lo retro junto al de Pittsburgh y a Ángela Molina: «No la veas. Es malísima», se sincera.

Aquel flequillo a lo Federico García Lorca y unos pómulos marcados -«son naturales», apunta- lo convirtieron en modelo de moda masculina, aunque lo suyo siempre fue el disco. Desde los vinilos de B-52's y Boy George que pinchaba en los ochenta en la discoteca veraniega El Quijote, de Santiago de la Ribera -«tenía un solo plato, así que imagina la velocidad que cogí», recuerda-, a la Movida apocalíptica de El Varadero, de Lo Pagán, donde animó la pista durante 18 años de forma interrumpida. «Allí viví noches memorables, que terminaron con la gente coreando mi nombre», evoca Matías de sus travesuras musicales mezclando a María Jiménez con Nirvana, a Bowie con Aviador Dro o Golpes Bajos. «Cuando me preguntan cuál es el secreto, siempre pienso que es porque me emociono con las canciones que pongo. Nunca olvidaré en plena Guerra del Golfo cuando puse 'Give peace a chance' de John Lennon», revive el pinchadiscos, que marcó el ritmo de cientos de madrugadas en Paraíso 17, de San Pedro, y en Pachá de Torrevieja.

Como ave nocturna -«es mentira eso de que la noche quema», tranquiliza- voló hasta Ibiza, atraído por los ecos de fiestas fluorescentes que no tienen fin. «Sí, es verdad lo del desenfreno. Allí fumé con Nina Hagen y le serví un güisqui a Massiel con su abrigo de chinchilla puesto», relata Matías unos años en que coincidir con Borja Thyssen en el gimnasio era parte de su rutina. Con toda su modernidad 'glam', el anecdotario pitiuso no alcanza el sabor local y añejo del año en que su vida se cruzó con la de José Velez. «Dio un concierto en las fiestas de La Ribera y como mi casa estaba frente al escenario, le acondicionaron el camerino en el dormitorio de mis padres», cuenta Matías de cuando el canario se acomodó en su hogar familiar como Pedro por su casa.

Le quedaba aún al aventurero ese viaje iniciático que le ha añadido canas a la barba y el descubrimiento de que el hombre es la peor plaga del planeta. De voluntario en una ONG dedicada a salvar animales en Costa Rica, se encariñó con los monos aulladores que pierden a sus madres, electrocutadas por el tendido eléctrico que atraviesa la selva tropical; conoció a un gorila que creía ser ciervo y vivía entre venados; y supo de las mil maneras que encuentra el depredador más implacable para contaminarlo todo. Ni siquiera lo sospechaba cuando jugaba de pequeño en la playa de La Ribera o en una estación de tren abandonada que con el tiempo cambió su sonido, pero ésa es otra historia.