Chulitos al volante
Una tiene modales, pero también un volcán interior que se activa cada vez que un energúmeno decide que su impaciencia vale más que mi seguridad
Por circunstancias que no vienen al caso, me veo obligada a realizar tres veces a la semana el desplazamiento a una localidad cuya carretera comarcal ... no permite mayor velocidad de noventa. Y eso, la máxima, porque la mayor parte del trayecto he de hacerlo, según los discos de circulación, a cincuenta y hasta a cuarenta. Una, con permiso de circulación desde el siglo pasado y bien pasado, y que no ha sufrido más que un accidente, y porque iba rezando, y ya saben eso de que 'rezar es hablar con Dios y pedir mercedes', y que por alguna interferencia con el cielo cambiaron lo de mercedes (misericordia) por Mercedes (vehículo)... pues me vino un Mercedes que arreó un meneo que dejó el coche en siniestro total y a mí casi como un sonajero. Les decía que, salvo ese accidente, no he protagonizado ningún otro en toda mi vida, quizá porque sigo siempre las indicaciones de velocidad y las advertencias de los discos de circulación, o porque conduzco de p. m. o porque le pago horas extras a mi ángel de la guarda.
Entenderán ustedes, por tanto, que ese dichoso trayecto del que les hablo lo hago a velocidad marcada, aunque para recorrer treinta y pocos kilómetros tarde sus casi cuarenta minutos. Dicho sea de paso, también lo hago porque la Guardia Civil de tráfico suele ponerse en puntos sumamente estratégicos y le tengo cierta alergia a las multas.
Ahora bien, ya sea porque todavía existe, para muchos neandertales, la estúpida idea de que 'mujer al volante, peligro constante', o bien porque mi coche no es de alta gama, he de enfrentarme a conductores chulitos ellos y bastante gilipollas, que se me pegan a la culata comiéndome para que acelere cuando ellos no pueden adelantar, y no porque esté prohibido –que muchas veces, aun así, lo hacen–, sino porque viene algún otro vehículo de frente. Los muy idiotas ni llegan a enterarse de que obligados a ir detrás de mí, muchas veces los he librado de una buena multa.
Pero no falta quien, cuando por fin logra adelantarme (a menudo justo cuando hay una línea continua que lo prohíbe), me dedica una mirada entre desprecio y triunfo, como si me dijera: «Quítate de en medio, tía». Algunos incluso tienen la desfachatez de mirarme como si yo fuera un bicho raro salido de un museo de cera, versión 'conductora miedosa con coche normalito'. Me miran con esa condescendencia de quien cree que por conducir un coche que suena como un avión, eso le otorga algún tipo de autoridad divina en la carretera.
Y yo, por dentro, mientras sueltan improperios y aceleran como si les persiguiera Hacienda, fantaseo con que, más adelante, justo después de ese adelantamiento salvaje, se encuentren con un coche de la Guardia Civil. Que los paren, les pidan los papeles, les hagan soplar, los inmovilicen, les lean la cartilla y los manden a casa con una receta de esas de tres cifras. Mientras yo, como en una película de Tarantino versión manchega, pase por su lado con mi velocidad legal, mis dos manos en el volante, les saque el dedo corazón de la mano derecha, con la otra en el volante, claro, y la lengua como si me fueran a mirar las anginas. Porque hay fantasías que ni el cine iguala.
Y si no lo hago no es por falta de ganas, sino porque cuando eso ocurre no está nunca la patrulla que me dé la oportunidad. Que una tiene modales, y muchos puntos en el carné, pero también un volcán interior que se activa cada vez que un energúmeno con volante decide que su impaciencia vale más que mi seguridad.
Así que, si alguna vez se cruzan en una carretera estrecha, curvilínea y plagada de señales con alguien que vaya a cincuenta cuando el cartel señala cincuenta, no le piten, no le adelanten a lo loco, no le miren como si acabaran de ver una aparición mariana al volante. Agradezcan que, gracias a conductoras así, aún no han tenido que hipotecar el coche para pagar multas. O que no han acabado en la cuneta con cara de tonto y el ego en el parachoques.
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