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I. URRUTIA
Domingo, 13 de mayo 2012, 03:17
Era un personaje de cuento. Viajera infatigable, políglota y amante de los sombreros. Recorrió medio mundo con una grabadora a cuestas y un cuaderno repleto de notas. Nada ni nadie le paraba los pies. Su trabajo como compiladora de cuentos populares, adivinanzas, nanas, acertijos, oraciones, trabalenguas, canciones de corro no se encontraba al alcance de los seres prosaicos y ramplones. Carmen Bravo-Villasante (1918-1994) había nacido con el don de la poesía. No escribía versos pero sabía detectar la belleza en un santiamén.
«Irradiaba energía, era muy risueña y con mucho encanto. Tenía un trato exquisito con todo el mundo», recuerdan sus exalumnos del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, donde Bravo-Villasante impartió clases de posgrado sobre literatura infantil, allá por los años 60 y 70. Doctora en Filosofía y Letras, filóloga germánica y experta en folclore, su capacidad de trabajo le permitió dejar un legado monumental.
Con pluma de tinta azul
Los cuatro tomos de 'Historia y Antología de la Literatura Infantil Universal' (ed. Miñón) y los otros dos de 'Antología de la Literatura Infantil Española' (ed. Escuela Española S. A.) muy pronto se convirtieron en lectura obligada para especialistas de los cinco continentes. Era una mujer respetada lo mismo en Bolonia que en Casablanca, Tokio o Buenos Aires. Sin darse ínfulas de feminista radical. «No me gusta el enfrentamiento ni el repudio a los hombres. Me encanta estar con los hombres y me encanta trabajar con ellos», confesaba a sus amigos.
Se empeñó en sacar provecho de su vida al máximo. Hija de un óptico y un ama de casa que organizaban tertulias en casa, fue una niña soñadora. No tardó en aficionarse a la música, sobre todo a la ópera, y se leyó de un tirón las obras completas de Unamuno, Baroja, Marañón, Azorín y Hans Christian Andersen. El danés siempre fue su autor favorito de cuentos infantiles. También ella odiaba la vanidad y el egoísmo. Vivía en una residencia de cinco balcones, en el barrio madrileño de los Austrias, y escribía con pluma de tinta azul. Trabajó sin descanso hasta el final, sin presumir del Premio Nacional de Literatura Infantil que se le concedió en 1980.
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