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Empleados de Schlecker limpian los destrozos causados por el terremoto. :: EDU BOTELLA / AGM
Rutina para olvidar el horror
REGIÓN MURCIA

Rutina para olvidar el horror

Con ayuda de empleados de toda la zona, los trabajadores de Schlecker tratan de volver al tajo

G. HERMIDA

Sábado, 14 de mayo 2011, 21:27

Toca arrimar el hombro. Y vaya si se arrima. El interior de la tienda Schlecker, en plena avenida Juan Carlos I, hervía de actividad. Hasta 15 empleados -venidos de Mazarrón, Elche, Alicante y hasta Vélez Rubio- se afanan en limpiar los restos del naufragio para poner en pie de nuevo el negocio.

La gerente, la tarraconense Noemí Muñoz, reconoce que se le cayó el alma al suelo cuando entró en el local tras los dos terremotos. Y no es para menos. Los falsos techos y parte de los tabiques se desplomaron sobre las delicadas lejas -que albergan un poco de todo, principalmente productos de droguería, higiene y belleza- y acabaron por llenar los pasillos de polvo y mercancía inservible o necesitada de un buen repaso de limpieza.

Lo principal, sin embargo, permanece intacto. «El técnico ha dicho que el edificio aguanta, y lo primero que hemos hecho ha sido abrir la puerta y arreglar la caja», explica Muñoz, una 'experta' en terremotos en la Región, porque el de hace una década en Mula la 'pilló' entrando en un ascensor de la ciudad de los tambores, donde reside desde que se vino de su Cataluña natal.

Y es que la idea es recuperar la normalidad, volver a la rutina para tratar de alejar de la mente el horror de los primeros minutos tras el seísmo, el ulular de las sirenas, la confusión y las noticias de que la tierra se había cobrado un tributo en vidas irreparable. Volver al horario, a los turnos, a los clientes con ganas de charla, pese a que la sombra y la presencia del terremoto, del horror, se hace ominosa.

Y ahí está. Agazapada, a la espera de una pregunta, la que desencadena el llanto de Ana María Ruiz, la encargada de 41 años. La misma que el miércoles pasado -parece que haya pasado una eternidad- celebraba el cumpleaños de su hija de siete años, al que también acudió Antonia Sánchez, la mujer fallecida al caerle encima el edificio de la calle Infante Juan Manuel. Ana María, a quien la sacudida cogió en almacén mientras veía caer la escayola por toda la tienda, se rompe.

Son dos días sin dormir, dos días sabiendo que su amiga, la misma que ayudaba a servir 'fantas' y 'cocacolas' a los chiquillos, estaba siendo enterrada en el mismo momento en que ella trataba de limpiar el destrozo y componer un poco de orden material para ver si su espíritu se contagiaba.

A su lado, su marido nos aparta de las lágrimas de Ana María sólo para hacernos ver las suyas mientras recuerda su encuentro con Salvador, el esposo de Antonia. «No sabía nada de lo que había pasado», cuenta, «así que le pregunté cómo le había ido. Me dijo que a su mujer le estaban haciendo la autopsia en ese momento y me mostró la portada del ABC», aquella en la que María José Carrillo, del 061, sacaba de los escombros de Infante Juan Manuel a uno de los chiquillos de Antonia. «Me quedé helado», confiesa destrozado.

Así que toca plegar velas y dejar a la gente con su dolor, intentando recuperar una vida, una rutina, para escapar del horror que se les apareció de forma fatídica.

Salvado por un semáforo

A unos cientos de metros, Domingo Navarro termina de echar el cierre a su imprenta, en un edificio que -pese a sus 60 años- ha aguantado «bastante bien» el envite de la falla de Alhama. El contraste, sin embargo, se lo da un bloque totalmente ruinoso en sus bajos enfrente. La construcción, marcada en rojo y verde por los técnicos, apenas cuenta con una década de existencia.

A Domingo casi lo arrolla una estantería cuando trataba de ganar la calle tras el segundo seísmo, pero lo de su compañero Juan Fernández sí que hiela la sangre. A Juan el terremoto serio le pilló en el coche, que comenzó a comportarse como una hoja en un mar de tormenta. Una luz roja en un semáforo lo había obligado a parar unos segundos antes, los justos para que Juan y su vehículo se salvaran. «Vi a los coches delante mío reventar tras la caída de los cascotes. El semáforo en rojo me ha salvado la vida», explica.

Los dos han decidido que por ahora no corre prisa reabrir el negocio. El miedo sigue ahí, y la calle en la que se ubica parece directamente un escenario para una película tipo 'Black Hawk Derribado' o, directamente, 'Stalingrado'. «Tengo miedo. Lo reconozco. Y no se va. Todavía no se va», confiesa Juan, el hombre al que una luz roja le salvó la vida.

Un taller que arrancaba

El negocio de Isabel María Rodríguez se viene abajo. Un técnico obligó ayer a esta lorquina a echar la persiana de su taller de arreglo de ropa, El Dedal, en el lorquino barrio de San Diego, por temor a que siguieran desprendiéndose trozos del falso techo. El local, que se abrió hace poco más de un año, está desvastado. Todo el material desparramado por el suelo. «Ahora empezaba a dar ganancias», lamentaba ayer la propietaria. «Estás toda la vida sacrificada para que te pase algo así».

El primer seísmo sorprendió a esta mujer, madre de dos niños de 13 y 6 años, al pie del cañón. Acababa de abrir la tienda. «Me llamó mi hijo y me dijo que decían que venía una réplica», explica. «Le dije que si notaba cualquier cosa cogiese a su hermana y se saliese a la calle». El segundo temblor, mucho más fuerte, pilló a Isabel ya relajada, creyéndose fuera de peligro, mientras atendía a una mujer mayor. «Salimos por segundos antes de que medio techo se viniera abajo», rememora Isabel, con el susto aún en el cuerpo. «Si no llego a ayudar a la mujer a salir, no sé qué hubiera pasado».

El negocio de esta vecina se encontraba en un local alquilado, por lo que ella solo debe responder por el material que había dentro. Pese a los daños, sin embargo, Isabel se carga de filosofía y trata de pensar en positivo. Se enjuaga las lágrimas y sonríe. «Me da igual el negocio. Intentaré abrir cuanto antes», sostiene. «Lo que me importa es que mis hijos están bien».

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