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En segunda clase sirven té. El vagón es antiguo y acogedor: de madera, con alfombras y visillos.
Vagabundeo tártaro
VIAJE TRANSIBERIANO/CAP.6

Vagabundeo tártaro

Una parada en Kazán que se hace demasiado larga permite experimentar el nomadismo en el últim0 reducto del imperio mongol, la república de Tatarstán.

:: ÍÑIGO DOMÍNGUEZ

Viernes, 30 de julio 2010, 02:58

El tren a Kazán supone una bajada de nivel notable, pero para compensar el viajero ha subido de clase y va en segunda. Aun así es acogedor. Es antiguo, de madera, con alfombras y visillos. Al viajero casi le gusta más. Con la 'provodnitsa', la jefa del vagón, todo igual. Tienen un diálogo en el canon de amabilidad del ferrocarril.

-¿No habla ruso? Muy mal.

-Da. Ya.

Luego es maja. Estos rusos, de entrada, siempre se hacen los toscos. Su único compañero de camarote es un joven ejecutivo de provincias, con traje y maletín. Muy ordenadito. Se duermen mientras fuera diluvia y el viajero se plantea que quizá él debería instaurar alguna rutina, como lavarse un poco. Por no ir al lóbrego baño del tren uno se abandona. Lleva 36 horas sin ducharse y teme que le queden otras 36, hasta llegar a un hotel. A menos que en Kazán encuentre unos baños públicos. Son medio musulmanes y a lo mejor se estila. Su récord sin lavarse es poca cosa, más de dos semanas. En lugares al margen de la civilización, se entiende. En ciudad, algo menos.

A las seis y pico de la mañana llegan a Kazán. No se debe confundir con ¡¡Ka-zan!!, onomatopeya de las explosiones de Flash Gordon. Aunque hay extrañas conexiones: combatía al malvado Ming en el planeta Mongo y el viajero se halla en el principal residuo del imperio mongol en Rusia. Kazán es la capital de la región autónoma más importante del país, la República de Tatarstán. La población musulmana es mayoría y el tártaro es lengua oficial. En los mapas antiguos todo el centro de Asia era Tartaria, a secas. Desde que salió de Moscú el viajero encuentra el eco de Mongolia, que está aún a 4.000 kilómetros, y ya es hora de contar algo.

Los hijos de Gengis Khan arrasaron Kazán en 1236 y asentaron por aquí la famosa Horda de Oro. Por el nombre ya se imaginarán que no eran hermanitas de la caridad. Al año siguiente atravesaron el Volga helado e invadieron Rusia. En invierno. Nadie más lo ha conseguido. Mataban hasta a los gatos y dejaban montañitas de calaveras de recuerdo. A veces cogían alguno vivo para comer con un tablón encima de él. Peter Hopkirk, autor de 'El Gran Juego', apasionante relato del choque de rusos e ingleses por Asia central e India en el XIX, opina que de aquella pesadilla de los tártaros que duró tres siglos, y de ser atacados a la vez por los europeos, le viene a Rusia la paranoia del ataque exterior y su manía expansiva.

Hasta la temible secta de los seguidores de Hasan, los asesinos, envió desde Persia una delegación a Francia e Inglaterra a pedir ayuda. Pero en Europa, aún más ignorante del resto del mundo de lo que es ahora, aquello les sonaba a chino. Hasta que en 1241 los mongoles llegaron a cien kilómetros de Venecia. Europa se santiguaba ante la apoteósica destrucción final pero pasó algo inaudito: un día los tártaros desmontaron las tiendas y se largaron. Había muerto el gran khan, Ogedei, hijo de Gengis, y había que acudir a la gran asamblea. Nunca regresaron.

La parte tártara, hecha un asco

De todos modos la intriga por estos bárbaros movió a los europeos a enviar exploradores, frailes franciscanos. Uno de los primeros y que ha dejado un relato fascinante de su viaje fue el flamenco Guillermo de Rubruck. Partió de Constantinopla en 1253, veinte años antes que Marco Polo, pero tuvo peor suerte con su editor y no es famoso. Guillermo vivió un sinfín de aventuras, pero sólo convirtió a seis en dos años. Es que los mongoles veían Europa como un lugar de la periferia del mundo, pobre y mísero. El centro era su estepa. Y tenían razón. Ha sido el mayor imperio que jamás ha visto la Tierra. El doble que el romano, de la costa china a las praderas húngaras. Pero como eran nómadas no ha quedado nada. Sólo Mongolia, que es como hace mil años.

Moscú plantó cara a la Horda de Oro hasta que Iván el Terrible -con ese nombre supondrán que no era un santo- dio la puntilla a los últimos khanatos en el siglo XV, salvo el de Crimea, que aguantó hasta el XVIII. Arrasó Kazán en 1552 y la volvió a levantar a la rusa, con una fortaleza majestuosa, hoy patrimonio de la Unesco. Esa es la ciudad por la que ahora deambula el viajero totalmente dormido. No son horas de llegar a Kazán, ni a ningún sitio. Pero se imbuye de espíritu nómada, pues tiene 14 horas por delante, y piensa qué puede estar abierto. Va a la catedral. Cruza el canal que separa la parte tártara de la rusa, algo prohibido a los tártaros hasta el XVIII. Cada mitad tiene personalidad propia. La rusa es bonita y la otra la tienen hecha un asco. En la catedral, un barroco de colorines, sólo hay mujeres, como siempre.

Camino del kremlin el viajero descubre que la ciudad acogerá la Universiada 2013. Pobres, seguro que creen que el mundo cuenta las horas. Como las expos, xacobeos y demás inventos, de la mayor importancia para el vecindario organizador. En el kremlin se yergue la mezquita más grande de Rusia, inaugurada hace 5 años. Qué cosas, está dedicada al imán que aplastó Iván el Terrible. Rusia tiene que hacer estos gestos de buen rollo con sus minorías para tener la fiesta en paz.

Desde el kremlin se divisa el Volga, que una vez alcanzado por el tren fue parte esencial de la revancha rusa sobre los tártaros en el XIX, cuando más de 300 vapores surcaban el río y el ejército lo usaba para bajar las tropas al Caspio, en su conquista del Cáucaso. Luego el viajero recorre la calle peatonal principal, atronada por música a todo volumen a las nueve de la mañana. Hay Mango y tiendas así. También está de moda el sushi, como en todas partes. Hay alguna conexión entre el pez crudo y la memez intelectual que hace que lo pongan en inauguraciones de exposiciones. El viajero está deseando ir a una en que haya tortilla. Entretanto acaba en un café estiloso para desayunar. Suena Chris de Burgh, aunque por suerte está rayado. Nadie muestra nerviosismo, quizá porque cuesta distinguir la diferencia. Por fin alguien pone música disco. Quitan las noticias de la tele y le enchufan la MTV con unas tías buenas. Todo esto por el viajero, único cliente. Ya ven qué idea tienen de nosotros. Aquí ve por primera vez un detalle que se repetirá a lo largo del viaje: con la cuenta le traen un chicle.

Luego se acerca a la universidad. Allí estudió Lenin, pero le echaron por rojo, y Tolstoi. Este colosal escritor acabó sus días en otro tren: con 82 años se escapó de casa, medio loco y harto de la familia. No fue muy lejos y murió en una estación, al sur de Moscú. En la puerta de la universidad hay dos chicas llorando por las notas. Las deja porque abren la oficina de turismo. Es una de las primeras de Rusia y se nota, no tienen ni idea de nada. Además miran de forma rara al viajero cuando pregunta si hay duchas públicas, como si fuera un guarro. Qué contrasentido, si lo que quiere es lavarse. Condenado al vagabundeo, se mete al museo nacional de Tatarstán. Quién sabe qué apasionantes disquisiciones se pueden hacer sobre lo que significa ser tártaro. Lo de las identidades al viajero es que le da dolor de cabeza, además de obligarle a identificarse, pues prefiere el anonimato. Pero el mundo está hecho así y el museo es curioso, con muñecos de cazadores del neolítico.

Cuando sale son las once y media y se da cuenta de que ya ha visto todo lo que viene en la guía. Y le quedan ocho horas. Estas paradas del Transiberiano hay que calcularlas mejor. En un gesto que sólo puede ser fruto del aburrimiento se le ocurre ir a ver el estadio del Rubin Kazán, que pasó por la Liga de Campeones y donde juegan dos españoles. Lo mismo le sacan de cañas. El estadio es modesto y se cuela hasta el césped. Aparece un viejillo para decirle que está cerrado y no hay liga. Y eso que siempre se comenta que los rusos juegan en verano y llegan más fuertes a las copas europeas. Pues además del parón de invierno, tienen otro de mayo a julio. A ver si desmitificamos un poquito la liga rusa.

El viajero sigue errando bajo el sol y va a curiosear por la parte tártara. Hay un bazar totalmente oriental, muy animado. Pero cuando va a hacer una foto le agarran del hombro. Es un tiarrón rapado, un policía o algo así. Muy cabreado, le dice que no puede hacer fotos. El viajero intenta replicar, pero el tipo se enfada más. No están muy acostumbrados a que les respondan. El viajero sigue impresionado por la obsesión paramilitar rusa. Ha tenido dos encontronazos con la autoridad en 24 horas sin hacer nada. Si viviera en Rusia se estaría muy quietecito.

Tras regresar al centro se mete en una falsa cervecería alemana. Con el cansancio y la cerveza se produce un momento de abstracción cósmica y cuando sale tarda varios segundos en recordar dónde está. No es tan fácil. 'Estás en Kazán, república de Tatarstán', se dice. Debe comer algo. Pasa por un McDonalds lleno de adolescentes -el Big Mac cuesta menos de dos euros- y entra en un restaurante tradicional. Mira lo que comen los demás y señala sus platos. Todo muy rico. Otra vez arrojado a la calle piensa en meterse en un cine. Las horas muertas, proscritas en nuestra vida social por ser contrarias al consumo, son otra experiencia del viaje. Termina por rendirse a la evidencia y se sienta a echar la tarde viendo rusas, aunque piensa que eso luego mejor no lo pone. Con el verano se desatan y es una auténtica procesión de minifaldas de escándalo. Muchas van cogidas de la mano, quizá para no caerse con esos tacones. Son unas chicas de muy buen tipo, realmente resultonas. El país en este sentido está muy descompensado, pues entre ellos prima el tarugo taciturno. Una viajera no podría pasar la tarde viendo rusos. Cuando regresa a la estación se fija en otra chica, la de la taquilla. La vio al llegar y lleva ahí trece horas.

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