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JUAN-RAMÓN CALERO RODRÍGUEZ ABOGADO DEL ESTADO
Domingo, 23 de mayo 2010, 02:36
La semana pasada, en el Congreso de los Diputados, Rodríguez Zapatero expuso las medidas de reajuste del gasto público que va a llevar a cabo el Gobierno: reducción de las retribuciones de los funcionarios, congelación de las pensiones y reducción de las inversiones. La propuesta del presidente del Gobierno ha originado un gran revuelo, casi una conmoción. La izquierda social y política han dicho que Zapatero se ha traicionado a sí mismo, al abandonar su propósito de no reducir los gastos sociales; y que ha incurrido en un verdadero suicidio electoral, pues ni los sindicatos, ni los funcionarios, ni los pensionistas aceptarán de buen grado pagar las consecuencias de una crisis que ellos no han causado.
En la derecha social y política, las reacciones no han sido homogéneas. Por un lado, los empresarios, a través de la CEOE, han manifestado su conformidad con las propuestas de recorte, aunque se han cuidado en destacar que son insuficientes, que hacen falta más medidas de ajuste del gasto público, y que, por supuesto, es imprescindible la reforma laboral. Por el contrario, la reacción no ha sido la misma en la derecha política. Mariano Rajoy y su equipo han adoptado una actitud de un radicalismo sorprendente e inesperado, tanto más si se considera que desde hace tiempo el propio Rajoy ha estado pidiendo al Gobierno que se atreviese a adoptar medidas de reducción del gasto, por muy dolorosas que fuesen. Rajoy y el PP, en esta ocasión, podían haber optado por criticar el lamentable retraso de Zapatero en admitir la existencia de la crisis y en adoptar medidas de restricción del gasto público. También podían haber criticado que estas medidas sean manifiestamente insuficientes. Y podían haber culpado a Zapatero de los graves daños causados a nuestra economía por el retraso del Gobierno en adoptar medidas, o por la propia insuficiencia de las medidas hasta ahora propuestas. Esto hubiera sido la actitud que se podría esperar de una oposición adecuada a la situación casi de emergencia nacional que vivimos. En Portugal, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, y hasta en Italia, los partidos de la oposición, con una actitud crítica en los detalles y en los criterios de oportunidad, están apoyando a sus respectivos gobiernos en esta dura lucha contra la crisis. Sin embargo, en España no está ocurriendo así. El PP ha optado por la tremenda, por decir que todo está mal, por apelar demagógicamente a los pensionistas, por motejar las medidas que propone el Gobierno como el 'zapatazo', y por decir que esto significa el final de la legislatura, y que el verdadero problema de la economía española es Zapatero, al que hay que quitar de la presidencia para que las cuentas públicas vuelvan a cuadrar. Y también se le ha acusado a Zapatero de falta de autonomía, de actuar por indicación de Obama y de otros gobernantes de la zona euro.
En este ambiente de permanente trifulca política, en mi opinión sería conveniente efectuar algunas reflexiones, que quizás pudieran moderar los ánimos y calmar las indignaciones:
1. En primer lugar, carece de justificación acusar de Zapatero de falta de autonomía. La economía española no es autárquica. Formamos parte de la Unión Monetaria, y la solvencia de nuestras finanzas públicas afecta a la estabilidad del euro. Además, en un mundo global nuestra solvencia afecta incluso a la estabilidad de los mercados financieros. España no es una isla, y no puede tomar sus decisiones económicas sin tener en cuenta los intereses de los demás países con los que nos interrelacionamos.
2. En segundo lugar, las medidas propuestas, por muy dolorosas que resulten, son absolutamente imprescindibles. Seguramente son insuficientes, y hay otras medidas que propone el PP, y otros grupos políticos que también convienen que se adopten: la reorganización y simplificación de la Administración central, con la supresión de altos cargos; el estudio a fondo de todas las subvenciones con cargo a los presupuestos del Estado para suprimir algunas y reducir la mayoría; así como convencer a las comunidades autónomas y a las administraciones locales sobre la imperiosa necesidad de reducir también sus gastos. Por ejemplo: ¿nos podemos permitir las televisiones autonómicas? ¿y aeropuertos como el de Ciudad Real?
Todo esto, desde luego, será necesario. Pero, por lo pronto, lo que parece innegable es que lo que ha propuesto el Gobierno es imprescindible.
3. Y, en tercer lugar, en fin, podríamos hacer un ejercicio de imaginación. Supongamos que el Gobierno accediera a convocar elecciones generales, que ganaría el PP; o supongamos que el PP fuera capaz de llegar a acuerdos con otros grupos parlamentarios y plantease y ganase una moción de censura. Bien, imaginemos que Rajoy ya está en la Moncloa. Ya se ha ido Zapatero. ¿Acaso esto por sí mismo iba a resolver la crisis? ¿se produciría algún efecto taumatúrgico? ¿No tendría Rajoy que adoptar medidas de reducción de gasto y de incremento de ingresos, y de reforma del mercado de trabajo? ¿Y cuáles serían esas medidas? ¿De verdad tenemos que creernos que serían diferentes a las adoptadas por Zapatero?
Si los españoles reflexionan, quizás lleguen a la conclusión de que Zapatero no ha tenido más remedio que hacer lo que ha propuesto, aun a riesgo de suicidarse políticamente. Y entonces, calmados los ánimos iniciales, y comprendido el talante de cada cual, sería posible que el pueblo español con sus votos convirtiese ese aparente suicidio en una inesperada resurrección.
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