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JULIÁN MÉNDEZ
Domingo, 16 de mayo 2010, 03:15
Lo primero que llama la atención de Eton, el exclusivo public school británico donde se educan las élites masculinas del Reino Unido, es el generoso tamaño de la mayoría de sus 1.300 estudiantes. David Thomas, interno en una de las casas donde los alumnos se alojan durante su estancia, lo explica por «siglos de selección genética, buena alimentación» y enlaces programados para perpetuar antiguos y poderosos linajes. «Yo, que medía 1,85, era pequeño en Eton», recuerda. Se nota, dice Thomas, que los antepasados de sus compañeros comieron más y mejor que sus vecinos y disfrutaron de mejores condiciones higiénicas. Hablamos de familias que conocen la bañera desde el día que se inventó y que han dado al país nada menos que 19 primeros ministros. Todos conservadores. El último, el nuevo inquilino del 10 de Downning Street, David Cameron.
Cameron mide lo mismo que Thomas. Es decir, 6 pies y una pulgada: 1,85 metros, aunque algo menos que Hugh Laurie (1,90), el actor de House, otro etonian.
La elevada estatura es una evidencia de la que el político conservador se siente más que orgulloso. En una entrevista con el 'Daily Telegraph', Cameron repasaba las fotografías que le acompañan en su gabinete de trabajo. Al pasar la vista sobre la imagen del presidente francés Nicolas Sarkozy se despachó con una expresiva referencia a ciertos «enanos ocultos». Sin embargo, al mirar la que aparecía junto a Arnold Schwarzenegger, gobernador de California, Cameron sonrió y dijo: «Esta me gusta porque se ve que soy más alto que Terminator».
Cameron se siente también orgulloso de algunos otros rasgos adquiridos en su paso por Eton.
Por ejemplo, una plena seguridad en sí mismo y en sus convicciones.
No hay vergüenza en Eton, dicen los veteranos. Después de seis cursos vistiendo el cuello duro, los chalecos, las pajaritas blancas, la capa negra y el frac (que ellos llaman 'tails', colas o picos). no hay vergüenza.
Una visita a la página del colegio donde han estudiado los príncipes Guillermo y Enrique de Inglaterra (lo cierto es que el centro que les pilla más cerca del Palacio de Windsor), muestra a los pupilos bogando en frágiles esquifes, encorbatados y felices, las cabezas cubiertas por sombreros de paja ornados con enormes motivos florales. Sin rubor.
Esa distancia que tanto ayuda a comportarse en sociedad se adquiere así, tragándose el ridículo y vistiéndolo de tradición y servicio. Como el fagging, la práctica centenaria que obligaba a los novatos a ser criados de los veteranos, y abolida en los años 80.
También en los sucesivos ritos de grado y acceso (a las casas, a los grupos de debate, a los equipos deportivos, a las sociedades...) que jalonan la estancia en Eton. Son hábitos un tanto brutales, la verdad, donde siempre acaban por romperse cosas, otra justificada fama que acompaña a estos chicos anárquicos. Y con temperamento.
La mayor revuelta tuvo lugar en 1783, cuando los etonians se alzaron en armas y persiguieron por todo el centro al director, un tal doctor Davies. Rompieron cuanto se les puso por medio y acabaron por quemar el látigo con el que eran escarmentados. Complejos códigos vestimentarios (color del chaleco, de los botones, de las medias y de los corbatines) reflejan la posición y el grado de cada alumno en Eton.
El remo y el rugby, rudos juegos de equipo que fomentan el estoicismo, la resistencia al dolor y la solidaridad, son los dos deportes predilectos de los estudiantes. Bueno, Eton también ha sido cuna de excelentes cricketers, un juego que, se supone, educa en la etiqueta de la paciencia infinita.
Aunque en esta madriguera de tradiciones, los muchachos se entregan también con pasión al juego del muro, un arcaico y complejo precedente del fútbol. El duelo enfrenta el día de Sant Andrews a los Collegers (los que viven en Eton) con los Oppidans (que residen en el pueblo) a lo largo de un muro de 110 metros de largo levantado en 1717. «Pocos deportes ofrecen menos al espectador», es el muy británico comentario que acompaña la mención al juego en los folletos del colegio. Los uniformes tampoco ayudan al complejo espectáculo. Los jugadores visten camisas naranjas y moradas, a rayas, que confieren a los participantes un aire de hospicianos antiguos. Por cierto, Charles Dickens, tras hacer fortuna con los folletines, mandó a su hijo a Eton.
Los etonians escriben un periódico, 'The Chronicle', mantienen largos debates y eligen a los mejores de sus fratrías para representarles. Esos 21 escogidos, los pop, pueden vestir chalecos a su antojo. Hay un pop que usa uno con la muy colorista bandera de Sudáfrica. El príncipe Guillermo, elegido pop durante su estancia en Eton, hizo lo mismo, pero con la Union Jack.
Los alumnos, muy pijos, muy posh, compiten siempre y por todo. En Eton, aseguran, se les prepara para hacer lo que deben al margen de que les guste o sea popular. Al mismo tiempo, la convivencia en el sistema de novatos y veteranos, las continuas elecciones y negociaciones con la jerarquía de los pop y los prefectos, la educación en el arte de los acuerdos, de las cesiones y de los pactos son un excelente laboratorio para la política, informa Íñigo Gurruchaga.
Goleada en Mesopotamia
En un colegio con casi seis siglos de vida (y, además, británico), todo tiene su razón de ser. Al horario escolar le llaman abracadabra, el campo donde juegan a cricket y fútbol es conocido como Mesopotamia, los chicos llaman B a los profesores, Ma'am a la 'dame' que supervisa las viviendas donde duermen cincuenta en sus habitaciones individuales y 'boy's maid' al fámulo que limpia sus cuartos y supervisa el servicio diario de té. Algún libro de impacto especuló sobre los escarceos homosexuales en el centro.
Pero la auténtica seña de identidad es el gusto por el debate. Eton tiene a gala una disciplina ejemplar; pero, al mismo tiempo, la libertad de ideas (y la libertad para defenderlas y razonarlas) es absoluta.
La imaginación al poder. La pintada del mayo del 68 parisino forma parte del programa de educación en Eton. Como lo oyen. El colegio, que carga en la primera factura trimestral el importe de una Biblia (el curso cuesta unos 39.000 euros), mantiene una treintena de grupos de debate y los etonians deben presentar de viva voz informes a sus tutores sobre los temas más peregrinos casi cada día. Y, en Reino Unido, el modo de hablar, el acento, indica, además del lugar de nacimiento, el colegio donde uno se ha formado. El acento es sello y tarjeta de visita.
Hay grupos para emprendedores, aficionados al ajedrez o al brigde, uno que responde al nombre de queso y otros sobre cine, Hispanidades, música, orientalismo, África, mundo clásico, poesía, política, rock, caballos, milicia, vino, filosofía...
Un vistazo al listado de etonianos famosos salidos de esta escuela benéfica fundada en 1441 por el rey Eduardo VIII para educar a los chicos pobres, muestra un fresco de la historia del Reino Unido. El duque de Wellington y sus descendientes, baronets, políticos, financieros, militares condecorados por sus victorias ante zulús y boers, un obispo de Melanesia mártir, altos comisionados para Palestina, Egipto o Sudán y hasta un tal Colin Hercules MacKenzie, de la Force 136, comando en el Asia ocupada por Japón...
En este gigantesco nacedero de frikis que dominan el mundo asoman nombres como Aldous Huxley y George Orwell, los dos grandes visionarios de la literatura del siglo XX; actores como Hugh Laurie (el doctor House); jockeys como Marcus Armytage; el primer ministro de Tailandia en 2008, Abhisit Vejjajin; el secretario privado de Isabel II, el economista John Keynes, un músico autobautizado Yungun... Y toda la nobleza y realeza del mundo: el duque de Ciudad Rodrigo (hoy Charles Wellesly, heredero de un título ganado en la Guerra de la Independencia), Guillermo y Eduardo, los hijos de lady Di; el mismísimo Leopoldo III, rey de los belgas; el tercer Aga Khan; el príncipe Dijendra de Nepal (que asesinó a su padre el rey Birenda y a ocho familiares más antes de suicidarse)... y hasta un descendiente del mismísimo rey Salomón pasó por Eton: Zera Yacob Amha Selassie, hijo de Haile Selassie.
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