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ABDÓN DÍAZ SUÁREZ
Sábado, 24 de abril 2010, 02:58
Nadie diría que la fiesta de los toros iba a acabar en Cataluña arrojada a las últimas llamas de una hoguera parlamentaria que aun arde, para morir con gran estilo, cuando se le anuncia que ha llegado su fin y se le ha reservado el destino de ser inmolada en el altar del nacionalismo, cual nueva Ifigenia, para aplacar las iras de quienes, desde aquel Gobierno, rigen los destinos de sus ciudadanos.
Todo comenzó cuando el nacionalismo radical consiguió llevar a sede parlamentaria sus obsesiones abolicionistas, con la candorosa coartada de evitar a ultranza el sufrimiento de los animales. No voy a referirme ahora al clima de crispación y desmesura que, a despecho del decoro parlamentario, llevó a una disparatada equiparación de la tauromaquia con la ablación del clítoris y los malos tratos a la mujer. Pero sí recordaré que ese fundamentalismo proteccionista no impide a quienes lo cultivan abandonar su histriónico exhibicionismo alrededor de las plazas de toros, para acudir a restaurantes y mesones a atiborrarse de chuletones, solomíllos y churrascos. Y no de reses que pastan en libertad en las dehesas de España, sino de animales que sufren lo indecible en inmundos cuchitriles y terminan cruelmente degollados por cualquier matarife.
Sé que hay gente de buena fe que lo pasaría mal en una corrida, pero esa gente no va a insultar a los aficionados, ni se le ocurriría prohibir a los demás asistir a ella. A nadie puede ocultársele que el hombre lleva medio millón de años en lidia con el toro desde que, en el amanecer de la Prehistoria, disputara a las fieras la posesión de las cavernas para guarecerse y pintar en sus húmedas oquedades la bella estampa del toro. En la mitología, Hércules sale airoso de uno de los 12 trabajos que se le encomiendan, al apoderarse de los toros de Gerión, del legendario Gádir. La princesa fenicia Europa, bella como la mañana, es observada cuando jugaba al borde del mar por Zeus que, prendado de sus encantos y para sustraerse a los celos de Hera, se transforma en un toro de cuernos dorados, en forma de luna creciente, y la rapta para hacerla su amante. Rubens inmortalizó en un lienzo la leyenda. No sería fácil entender la obra poética de Lorca, Alberti, Bergamín o Miguel Hernández, o la pintura de Goya o Picasso, sin los toros. Los toros no son de derechas ni de izquierdas. Pero la intolerancia si es a veces patrimonio de la ignorancia, de la mezquindad y de la antiespaña. Los toros es el acontecimiento que mejor nos explica. Tanto que hasta los estratos semánticos de nuestra lengua se ven fecundados por ellos.
La fiesta absorbe con su plasticidad las palabras de nuestro idioma y las impregna del sentido vital del toreo. El vocablo «ceñirse», de claras resonancias náuticas, («ceñirse al viento») recibe del toreo un renovado sentido: el de lograr que la embestida siga el ritmo del cuerpo y no sólo el del engaño. Otro tanto puede decirse de expresiones como «crecerse», «adornarse», «empaparse de trapo» o «coger al toro por los cuernos», con las que quiere indicarse espíritu de superación, afán de exhibición, captación astuta o determinación para resolver un problema. Pero es en lo erótico donde ha sido más fecunda la transposición del léxico taurino. Un dicho habitual entre los aficionados para elogiar la cornamenta («los tiene bien puestos»), se dice de la mujer que ostenta gallardía en el busto. Por razones obvias, me abstendré de alusiones cargadas de un erotismo más intenso.
Sí, como se ve, la aportación del universo taurino a la cultura no puede ser más enriquecedora, no es inferior su contribución sociológica. Los toros son el acontecimiento que más ha contribuido a educar social y políticamente al pueblo español. A lo largo de los siglos la fiesta logró, en una sociedad estamental, valiosas aproximaciones y uniformidades entre clases sociales distantes. Poco a poco, el pueblo llano conquista la dirección de la fiesta, y el toreo a pie acaba imponiéndose sobre el toreo a caballo que practica la nobleza. A diferencia de espectáculos mas elitistas como la ópera o la hípica, el coso congrega a todas las clases sociales.
Durante la lidia los españoles revalidan la sabiduría irracional de que, entre iguales, sólo el torero es de más hombría, pues sólo él es el burlador de la muerte, el que vive una existencia superior a los demás. Ello explica que la suprema grandeza de la fiesta sea la presencia de la muerte. Tan radical componente le otorga las luminosas proporciones de la tragedia. La fiesta no es crueldad, es drama escatológico. Burlar a la muerte con un capote es vencerla. Y la vida que se salva en cada lance cobra plenitud de sentido, porque es ya desaforada aventura. Y en este drama, el toro no es ya juguete a merced del descomunal poderío y del dominio despótico del diestro. El toro vive en el ruedo una gloriosa aventura coronada por la mejor concesión que el hombre puede hacer al animal: la lucha franca e igualada.
Aquí no hay muflones abatidos ni rifles con telémetro. Al toro no se le caza; se le vence. Y cuando se le vence de verdad, lo suele hacer un hombre con la varonil gravedad de los personajes trágicos y la gracia levitadora de las bailarinas de Degas.
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