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FRANCISCO RUBIO MIRALLES
Domingo, 9 de abril 2017, 21:44
La celebración de hoy, Domingo de Ramos, abre las puertas a esta Semana, que llamamos Santa. El cristiano, al cruzar el umbral, se sumerge en la realidad de los Misterios salvadores, centro y síntesis de nuestra fe y portadores de salvación.
Sabemos que los cuatro evangelistas nos narran, cada uno a su forma, lo que va a suceder en estos días. Resulta muy recomendable la lectura combinada de los cuatro: se cubren simultáneamente lagunas, se aportan detalles, se perfilan expresiones, que nos acercan más a la realidad histórica que es soporte de las verdades acogidas con firme asentimiento por cada uno de nosotros. ¡Cristo da su vida por nosotros en la cruz! ¡Cristo vence la muerte con su Resurrección!
Una clave válida, aunque tal vez no sea la mejor, para leer los textos que nos narran lo acaecido durante esta semana, en lo que se refiere a los sufrimientos de su Pasión, podría ser la combinación de estos tres aspectos: Jesús sufre y muere como Rey, Hijo de Dios; Jesús, desde las humillaciones a que es sometido, nos revela la verdadera dignidad del hombre; y Jesús, subiendo a la Cruz, nos indica el camino y nos descubre el sentido del verdadero culto que agrada a Dios.
En efecto, Mateo, previo al momento de la entrada en Jerusalén, nos proporciona algunos detalles, signos claros de la condición real de Jesús. El último camino, en sentido propio, que hará Jesús en su última subida a Jerusalén, lo inicia en Jericó, precisamente por donde el pueblo de Israel hizo su entrada en la Tierra prometida. Al salir de la ciudad, seguido de una gran multitud, dos ciegos que, a la orilla del camino piden limosna, se acercan a Jesús, gritando: «¡Señor, Hijo de David, ten piedad de nosotros!». Todos sabemos que el título de Hijo de David, para los judíos, era un claro título de realeza, aplicado al Mesías prometido. Y Jesús, no sólo no les corrige, sino que atiende su petición.
Más adelante, Jesús se detiene en Betfagé y en Betania y, cruzando el Monte de los Olivos, hace el mismo recorrido por el que los judíos esperaban la entrada del Mesías. Además, recurrirá a otro signo de clara referencia a la realeza: envía a dos de sus discípulos para que le traigan «un asna atada, con su borrico al lado». Toma posesión de estos dos animales porque «el Señor los necesita». Después los devolverá. Mateo ve en la presencia del asna atada con su borrico el cumplimiento de la profecía de Zacarías. El asno era la antigua montura de los príncipes y quería significar un rey de paz que triunfa no con armas ni violencia, sino con humildad y mansedumbre. Los gestos de alfombrar el suelo con ramos de olivo y con sus propios vestidos, a la vez que le aclaman: «¡Hosanna al Hijo de David!», son manifestaciones inequívocas del reconocimiento de su realeza.
El estilo de la realeza de Cristo está muy lejos del concepto de los reyes humanos: Jesús es rey viviendo con asombrosa dignidad las humillaciones a que le someten: la realeza de Cristo responde a una decisión de Dios Padre que, mediante la unción del Espíritu, le ha hecho Mesías. No lo es por aclamación de los hombres, pues los mismos que le aclaman el Domingo como rey, pedirán para Él la muerte en cruz el viernes siguiente. En un momento y otro, Jesús sabrá unir junto a la sencillez del Domingo la humillación más injusta que sufrirá el Viernes. No obstante, algo quedará patente a la vista de todos: en lo más alto del instrumento de dolor y desprecio, incluso de maldición, al que le unían unos clavos que atravesaban sus manos y sus pies, un tosco cartel recordará a todos la realeza del Ajusticiado: «Este es Jesús, el Rey de los judíos».
Es en ese lugar, despreciado y temido por el pueblo, el Calvario, donde Jesús hace realidad lo que, tiempo atrás había prometido a la mujer de Samaría con la que se encontró junto al pozo de Jacob: «Llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». En esto consiste el culto verdadero: en la aceptación libre y obediente de la voluntad de Dios.
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