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JOSÉ ANTONIO LÓPEZ PELLICER
Miércoles, 3 de enero 2007, 02:18
En una de sus acepciones, la palabra especular -según el Diccionario de la Lengua Española- significa comprar bienes que se cree van a subir de precio para venderlos y obtener una ganancia rápida, y se cita como ejemplo la acción de especular con terrenos. El precio del suelo y el de las viviendas es muy alto y normalmente excesivo para quienes desean adquirirlas. En la última treintena de años, el precio de estos bienes no ha cesado de crecer, y los adquirentes saben que seguirá creciendo en el futuro, por la naturaleza y estabilidad de este tipo de bienes, que hacen que el éxito de la inversión en ellos esté prácticamente asegurado y que el riesgo, si existe, sea mínimo. El alza incesante de los precios no ha podido frenarse nunca; por ello, por muchos esfuerzos que las leyes urbanísticas -desde la Ley del Suelo de 1956-, e incluso la vigente Constitución de 1978 -que trata de «impedir la especulación», a propósito del derecho de los españoles a una vivienda digna y adecuada (art. 47)-, han establecido, desde el plano normativo del «deber ser», aunque la realidad de los hechos siempre ha corrido, y transcurre, por otro camino, el contrario. Y la pregunta surge de inmediato: ¿y esto por qué?
Últimamente, y ante los niveles de precios del suelo y de las construcciones, y en especial de las viviendas, la prensa se viene refiriendo a este problema en nuestro país. Y así, este diario, en su número del día dos de diciembre de 2006, dedicaba amplio espacio a que, según un relator de la ONU, en España existe una especulación urbanística «desenfrenada», y que el asunto de Marbella puede ser «sólo la punta del iceberg del fenómeno de la corrupción urbanística». ¿Qué hacer, qué medidas adoptar ante este espinoso problema?, ¿puede «impedirse», como quiere nuestra Constitución, la especulación del suelo, para resolver el problema de la vivienda? Esta es la cuestión, pero de modo inmediato surge otra: la de si sólo con normas que regulen el uso y el aprovechamiento urbanístico del suelo puede impedirse la especulación sobre éste y la vivienda. Parece que cualquier planteamiento legal es insuficiente y que no cabe desconectarlo de la realidad económica, del mercado, que en un régimen de libertades no puede ser sino un mercado libre, según la propia Constitución proclama (en su artículo 38, y otros), y en cuyo mercado no solo se reconoce la libertad de empresa sino también la propiedad privada. Cualquier enfoque jurídico que trate de abordar el problema, pero que no tenga en cuenta esto, será insuficiente y, muy probablemente, abocado al fracaso.
Sea bienvenido todo esfuerzo que hagan el legislador y las Administraciones públicas competentes -regionales y locales, especialmente-, pero seamos conscientes de su insuficiencia si no se reconoce que, aparte de otras dimensiones, el urbanismo y la vivienda no son algo ajeno al mercado, en el que se mueve el sector inmobiliario; y que este sector económico y social depende, en su funcionamiento, no solo de factores específicos del propio sector (la escasez natural del suelo, la limitación del utilizable como urbano y urbanizable: todo el suelo no puede urbanizarse, el alto coste y la lentitud de la urbanización, el fuerte intervencionismo administrativo, etc.). También, y en gran medida, existen otros factores económicos, cuales son: el de que, por el lado de la oferta, ésta es de suyo -naturalmente- limitada respecto al suelo disponible, y por el lado de la demanda el hecho del incesante aumento de la necesidad de viviendas, que desborda las posibilidades de la oferta, por ser éstas un bien de primera necesidad, vital, del que no puede prescindirse.
Si se unen a esto otros factores, como son el monetario (la repercusión del aumento del precio del dinero en los préstamos hipotecarios), el fiscal (gravámenes tributarios; desgravaciones y bonificaciones, subvenciones, etc) y, por si no fuera bastante, la realidad demográfica (el fuerte impacto de la inmigración, la generalizada incorporación de la mujer al trabajo, la demanda de la vivienda por los jóvenes, etc.), unido todo ello al aumento de renta disponible por los demandantes -que hallan en el suelo y la vivienda el más sólido y seguro sector donde invertir-; y esto ante una oferta de suelo urbanizado y de viviendas insuficiente, de ahí que la situación del mercado inmobiliario pueda calificarse de competencia imperfecta y que el precio de estos bienes esenciales no sea un precio de equilibrio, por exceso de la demanda respecto a la oferta.
La adopción de medidas jurídicas, tanto legislativas (se anuncia una nueva ley del suelo estatal, que sustituirá a la actual de 1998), como administrativas (planes territoriales y urbanísticos), han de completarse, así pues, con otras que, yendo al fondo del problema, respondan a la realidad económica y social, y que posibiliten el aumento de la oferta de suelo urbanizable, la agilización de los procesos de urbanización, la aplicación de instrumentos administrativos que movilicen el suelo inactivo, etc. Se ha propuesto la limitación legal de precios máximos de venta o de alquiler de viviendas, pero este tipo de actuaciones, que, en un sistema de libre mercado como el nuestro, además de inadecuadas, podrían constituir un freno de las inversiones en el sector inmobiliario -tan importante en el economía nacional-, habrían de ser consideradas detenidamente. Su imposición podría no ser compatible con este tipo de mercado. Nada parece impedir, sin embargo, la posibilidad de instrumentarlas por vía de convenios libremente concertados entre promotores y/o propietarios y la Administración, para que mediante su incorporación al planeamiento urbanístico y a la gestión de éste y la construcción de viviendas, se estimulara su edificación para venta y alquiler, a precios asequibles, con participación de los agentes implicados en la actuación. Que los patrimonios públicos de suelo y la financiación del urbanismo no se desvíen de sus fines institucionales propios, contribuiría también en buena medida a frenar los excesos especulativos.
La reducción, en fin, del asfixiante intervencionismo administrativo, de cuya planta nacen no pocas corruptelas -dado que el nivel de corrupción aumenta cuanto mayor e innecesario sea aquél-, también podría contribuir a aliviar la situación. En un reciente Congreso de Derecho Urbanístico y respecto al nuevo proyecto estatal de Ley del Suelo, se ha dicho que no son las clasificaciones de suelo las que lo encarecen sino el intervencionismo público; y éste aumenta con la futura Ley. No esperemos que la solución del problema de los inmoderados y excesivos precios del suelo y de la vivienda haya de venir pues sólo del campo del urbanismo, ni sólo de reformas legales, pues que es también la situación del mercado -del que, obviamente, forma parte el sector inmobiliario- la que motiva y determina, en definitiva, el comportamiento de sus agentes. No lo esperemos todo de las leyes: no son éstas necesariamente un maná salvador; menos aún si se adoptan medidas que no favorezcan, sino que limiten aún más el aumento de la oferta de suelo urbanizado: ¿dónde construir, si no, las viviendas?
José Antonio López Pellicer es profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Murcia, autor de La Ordenación Territorial y Urbanística de la Región de Murcia y de Derecho Urbanístico de la Región de Murcia, este último en colaboración con Salvador Pérez Alcaraz.
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