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Vista panorámica de las Salinas de La Ramona, con sus balsas de calentamiento y sus eras, y, en el centro, la rambla del Barranco del Salero.
Del mar que se fue
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Del mar que se fue

Paraíso del Triásico, la visita a las milenarias salinas de interior de La Ramona y su entorno aúna naturaleza, cultura e historia

Pepa García

Sábado, 12 de diciembre 2015, 01:58

El agua, tímida y cantarina, desciende por el Barranco del Salero como lo lleva haciendo desde hace cientos de miles de años por estas tierras rojizas y grisáceas entreveradas de blanco y diamante, tierras que se deshacen con el agua.

Hoy el destino de este agua es distinto, se deja correr. Hasta hace 13 años (2002), José Solá se dedicó desde 1938 a extraerle a estas tierras calasparreñas la sal de la vida, que fue motor económico de las sucesivas civilizaciones humanas que las poblaron y es buque insignia de Calasparra, junto con su arroz bomba con D. O., que está empeñada en devolver el valor a una de las minas que aportó la primera riqueza de esta tierra.

Según diversos historiadores, los orígenes de las que fueron Salinas del Quípar y hoy son Salinas de la Ramona podrían remontarse a época argárica, hace más de 3.000 años. De hecho, sobre el Cabezo de las Salinas hubo un asentamiento argárico, cuyos habitantes, con toda seguridad, aprovecharon este recurso que les daba la naturaleza.

También hay quien atribuye su uso a los romanos, aunque no existe constancia documental. Sea como fuere, ya a principios del siglo XV hay información escrita de su existencia, y sus enormes proporciones, la calidad de su sal y la rentabilidad de sus cosechas convirtieron la propiedad de esta explotación industrial en motivo de disputa desde su origen.

Actualmente, sin embargo, este patrimonio histórico, cultural, etnográfico y natural se deteriora a pasos agigantados desde su abandono. Por eso les recomiendo esta visita a un rincón con historia en el que la naturaleza y el hombre se han dado la mano desde siempre. Además, ahora desde el Ayuntamiento se ha apoyado la petición de su declaración como Bien de Interés Cultural, con el objetivo de salvar de la ruina este rincón que se extiende a la sombra de la jurásica, encrespada y caliza Sierra del Molino y que aporta su salero al agua del primer embalse de la Región, el Alfonso XIII.

Para que la sal llenase el enorme almacén o alfolí con el que surtir a la población, que hoy sigue conteniendo unos escasos y petrificados restos, el camino se iniciaba apenas medio kilómetro aguas arriba del Barranco del Salero, donde nace este manantial de agua salina. Las galerías excavadas en las paredes de este cauce (minas de agua) van desangrando este valioso acuífero en el que el agua va acumulando la sal dejada por el extremadamente cálido y árido clima que en el Triásico contribuyó a la evaporación de zonas inundadas por el mar, también en retirada por los procesos geológicos de hace más de 200 millones de años, y a la acumulación de la sal en depósitos (evaporitas), así como de yesos blancos y rojos que hoy quedan a la vista y dotan de unos atractivos colores y unos brillos llamativos a estas tierras acarcavadas. Precisamente del Triásico proceden también los fósiles marinos que se pueden ver incrustados en las laderas de estas sierras, lo que lo convierten en un enclave único en toda la Cordillera Bética para observar los fenómenos de este periodo en el que se extinguió una buena proporción de la fauna marina (los expertos calculan que desaparecieron un 20% de estas especies).

Canales y eras

Desde la primera mina, un intrincado sistema de canales, hoy derruidos en parte, conducían el agua a alguna de las cinco balsas de calentamiento de que disponían estas salinas, consideradas unas de las más importantes de la Región. Y de ahí, pasaban luego a las eras de sal, de las que todavía se pueden contar hasta ocho grupos de eras o tabladas, unas acabadas en espejuelo (con los propios yesos de la zona), otras de adoquines y las últimas con suelos de cerámica roja.

Todavía perduran sobre la rambla buena parte de los canales tallados en troncos, por los que discurría el agua y, algún que otro puente usado por los trabajadores para moverse de era en era.

Los fondos de balsas y eras exhiben hoy los cadáveres de los cristales de sal ennegrecidos por el paso del tiempo como diamantes olvidados.

Dos grandes edificios permanecen aún en pie. Uno, el monumental almacén, con un tejado a dos aguas y vigas de madera, y una pequeña vivienda adosada a él. El otro, una enorme construcción de dos plantas que, además de un horno casi derruido y una cocina con su despensa y su hogar, cuenta con una zona destinada al cuidado de los animales de carga. Pero ambas necesitan una intervención de urgencia para no desmoronarse.

Cuando hayan visitado estas instalaciones y hayan admirado el paisaje (atesora raras especies de fauna y flora asociadas a sistemas hipersalinos como varias especies de Limonium, comunidades de invertebrados, algas y microorganismos) y antes de iniciar el regreso, les recomiendo visitar alguno de los pinos monumentales que perviven en los Llanos del Cagitán. Aunque hace ya más de un año que el fuerte viento tronchó el tronco del Pino de Celia (se estimaba que fue plantado hace unos tres siglos), en estas tierras cerealistas, en las que también abunda el almendro, se han conservado pinos centenarios que han cobijado del sol a agricultores, ganaderos y bestias. Por la carretera MU-552 que ya les lleva de regreso, sigue instalado el cartel indicador del Pino de Celia. Sigan la indicación e intérnense hacia el campo, que ahora verdea con los brotes tiernos del cereal. Por la zona hay hasta una docena de pinos singulares, entre ellos, el de la Casa de la Caridad y el de las Águilas, ambos por las inmediaciones. Siéntense bajo su frondosa copa y abrácense a sus troncos centenarios. Disfruten del milagro de la naturaleza, mientras se mantenga en pie.

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