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ANTONIO PAPELL
Martes, 10 de enero 2006, 01:00
El concepto de alarma social, que tiene cierta raigambre en el Derecho Penal pero que se utiliza sobre todo para reflejar la pretendida trascendencia mediática de determinados hechos, se ha manejado ostensiblemente antes y después del pronunciamiento -el término parece francamente adecuado- del general Mena durante la última Pascua Militar. Se ha dicho en los meses pasados, quizá con mal medida frivolidad aunque sin duda con un fondo de razón, que la tormentosa negociación del Estatuto de Autonomía catalán ha generado alarma social en la opinión pública. Después, se ha argumentado que la sanción al número dos del Ejército de Tierra se ha debido a que su inequívoca amenaza ha suscitado alarma social. Finalmente, estas líneas tratan de recoger una inquietud -¿alarma?- sobrevenida: la que proviene de ver cómo el caso Mena, un garrafal anacronismo que parece arrancado del Siglo XIX, no provoca el unánime rechazo que sería la prueba del nueve de nuestra madurez democrática. Resulta sencillamente inquietante observar cómo no falta cierta extendida comprensión hacia el gesto del militar. Leyendo la prensa de ayer, se palpaba, en definitiva, un corriente de simpatía, en verdad minoritaria aunque no tan subterránea como para resultar imperceptible, hacia el héroe que habría salido al paso de quienes intentan romper España.
Verdaderamente, no se descubre nada a estas alturas cuando se afirma -o mejor, se reitera- que la elaboración y negociación de la reforma estatutaria catalana han constituido una desaforada sinrazón. El PSC, embriagado con los efluvios nacionalistas de sus socios del Tinell, cometió un pecado de lesa deslealtad con sus correligionarios federales y colocó a Rodríguez Zapatero en una delicada posición. Igualmente, las dos fuerzas nacionalistas de Cataluña, decididas a rivalizar entre sí hasta el delirio, forzaron la aprobación de una propuesta utópica, desmesurada e insolidaria, cuyo sólo enunciado abría grietas en la cohesión española. La ciudadanía, aunque proverbialmente escéptica y distante de la ceremonia pública, ha sido consciente de todos estos dislates, aunque difícilmente el observador objetivo habrá podido considerar con fundamento que su estado de ánimo podía relacionarse con una situación de alarma social. Y ello no ha sido así, primero, porque ya todos sabemos que el efecto real de la política democrática en la espontaneidad social es siempre escaso; y, segundo, porque confiamos en que, pese a la proliferación de soflamas incendiarias y de otros desafueros verbales, al fin se imponen siempre la razón y la profesionalidad en las instituciones.
Ha habido, en fin, lógica preocupación pero no alarma. Y si tal ha ocurrido en la sociedad civil, resulta presumible que también ha pasado igual en los cuarteles. Es, pues, falaz la excusa esgrimida por el general de que su amenaza pretendía traslucir un estado de ánimo. Los militares ya no están en un gueto: viven insertos en un tejido social que no está inquieto. Y si las cosas son así, habrá que concluir en que la condescendencia y la comprensión ante el histriónico ruido de sables constituye, más que el hecho mismo, la verdadera patología del sistema.
Es inaceptable, en fin, tratar de disculpar al general Mena con el argumento de que se limitó a enunciar un precepto de la Constitución. Todos sabemos -y tenemos ocasión de corroborarlo leyendo íntegramente su intervención de quince minutos- que el militar destituido enarboló de nuevo la teoría de la autonomía militar, es decir, la de la existencia de una reserva moral y de legalidad del Ejército que entraría en funcionamiento cuando la autoridad civil se descarriase y la milicia así lo entendiese. Esta redivida teoría del golpe de Estado' lógicamente deslizada con la suavidad necesaria para que no resulte del todo indigerible, debió merecer, de entrada, el rechazo frontal y sin matices de todos los partidos políticos. Y sólo a posteriori hubieran resultado legítimas las demás consideraciones sobre la ansiedad social provocada por el trámite estatutario, el efecto nocivo y perturbador sobre la paz social de las exigentes reclamaciones nacionalistas o la conveniencia de mantener los principales procesos políticos en el marco de unos grandes y permanentes pactos de Estado.
No ha sido así. Con ligereza -cuando menos-, se ha descartado desde el primer momento, desde el tiempo diminuto en que sólo cabían las reacciones viscerales, la tentación de la unanimidad. La opinión pública ya pudo ver en el primer instante que el persistente choque de trenes iba también esta vez a mantenerse, ruidoso y pertinaz. Y por las fisuras abiertas de este modo, ya convertidas en escandaloso escapadero, se han colado las voces que, con inaudita procacidad, han salido en defensa del militar heterodoxo. La canción de los golpistas es vieja y conocida, y algunos la recordamos todavía desde los tiempos de Tejero. Lo triste es que, cuando creíamos haber hecho suficiente pedagogía, cumplidos ya los veinticinco años de aquella gesta, también nuestros hijos tengan que escucharla.
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