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Antonio Arco
Viernes, 30 de enero 2015, 08:14
Como aquí, en esta 'Patente de corso' que tiene mucho del mejor club de la comedia cruzado con 'Esperando a Godot' en esta España abierta en canal, el autor es Pérez-Reverte, y no Alfonsina Storni en pleno vuelo poético de ruiseñores a la luz tenebrosa de los bosques enjaulados, se escucha mucho, pero mucho, algo nada parecido a «¿no es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?». Nada en absoluto, ni Zorrilla, ni Dumas, ni Homero, ni gracias a Dios Friedrich Dürrenmatt, ni todavía mucho menos Fray Luis de León, que en paz descanse alejado de este mundanal mucho ruido y pocas nueces que provocan PP, PSOE, IU, Podemos... y por ahí van los tiros al sol en mitad de todo este cocido de incertidumbres y golpes bajos -muchos de ellos a la inteligencia- en que se ha convertido España. Porque en esta divertida, bienvenida, apasionadamente trabajada, poderosa sin ostentación, y a veces incómoda -por las verdades que encierra y que hace estallar ante nuestras narices- función teatral, se escucha todo el tiempo, a gritos y susurros, con tocamientos y sin ellos, con indignación, con resignación, con desesperación, con hambre de justicia y mucha sed de cervecitas frescas y señoriales gin-tonics, la palabra cojones; eso es: cojones, cojones, cojones. O sea: hartazgo, chulería, lenguaje de tráfico a horas punta, y ansias de darle a más de uno una patada en los 'ídem' y de, sobre todo, embarcarse aunque sea en el 'Pequod' para salir en busca, más que de ballenas, de algo de paz, de vida descansada, de un destino un poco más cariñoso, y de una realidad cotidiana en la que no haya tanta saturación de, y ahí va la otra expresión que escucha uno también a todas horas en este bombón de fogata entre amigos que ofrecen de todo corazón estos dos actores/pájaros/canallas llamados Alfonso Sánchez y Alberto López, que han cogido las columnas de Pérez-Reverte por los huevos y las han cubierto de mimos; la expresión es, ¡sí, señor!, hijo de puta, o su versión con más amplitud de miras: hijos de puta.
Por 'Patente de corso' aparecen los hijos de puta, que da angustia verlos, tan contentos de haberse conocido, tan despreciables, tan dañinos, tan agotadores, tan bien apoltronados en el poder, tan bocazas unos y tan sin falta de pudor la mayoría, tan mentirosos, tan estafadores, tan españoles de riñonera al viento o de riquezas exhibidas con pésimo mal gusto. Hijos de puta porque la vida les hizo así, hijos de puta cobardes, reprimidos, con bastón de mando, bendecidos, con un micrófono a mano, con o sin tarjetas B, ordinarios, petulantes...; hijos de puta, coño, todo lo opuesto a ese gran pobre hombre honrado y finalmente derrumbado que Arthur Miller creó en 'Muerte de un viajante', y que en algunos momentos parece deambular en espíritu por este espectáculo que también conmueve, y que te pone, entre tanta carcajada, algún nudo de 'me cago en la puta' en la garganta. Y así es porque Pérez-Reverte, que sabe cómo convertir las palabras en una legión de tijeras que te atraviesan la conciencia, también es un sentimental de los de pata negra: un hombre que a punto ha estado de arder en el infierno y que sabe la importancia, la verdadera y definitiva importancia, de la compasión, de la piedad. A los hijos de puta, ni agua no ya de rosas, tampoco ni de espinas; a la gente que vive intentando, sin rendirse, hacer todo lo que puede por sobrevivir sin fastidiarle las Pascuas a nadie, la mano tendida, una sonrisa y el sombrero cordobés quitado.
'Patente de corso' no es un espectáculo ajeno a Beckett, ni a Ionesco y 'La lección', ni a Paco Rabal y a 'El Brujo', ni a Jennifer López, ni a Pepe Isbert, ni a Toni Leblanc, ni a Martirio, 'arreglá' pero informal; y tampoco lo es a Chiquito de la Calzada, a Félix Rodríguez de la Fuente, al puro mejor veneno del teatro que anida en sus dos intérpretes, a Joan Manuel Serrat -que harto ya de estar harto ya se cansó, de preguntarle al mundo por qué y por qué-, y hasta al mismísimo -a sus pies, señor- Dylan Thomas, que nos invitó a enfrentarnos con feroz rabia a la agonía de la luz. Muchos nos conformamos, quizás, con leer sus versos, mientras que Pérez-Reverte, que el martes recibió en vivo el aplauso del público que abarrotaba el Romea, necesita comprometerse como una certera bala con un objetivo: ¡hacerlo!
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