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PPLL
Domingo, 12 de octubre 2014, 18:02
Diego Pérez no tenía enemigos. No podía tenerlos. La enfermedad mental que sufría, y por la que recibía una pensión de unos 300 euros de la que malvivía, lo había convertido en «una especie de niño grande», relatan los vecinos de Diego, a quien todos apreciaban en el barrio. «Era el recadero de todo el mundo. ¡Diego, ve a comprarme esto!, ¡Diego, tráeme tabaco!, ¡Diego...!», cuentan Antonio y Antonia, dueños del Bar Montoro, sobre la forma en que todos lo requerían para cualquier encargo. Un euro, en el mejor de los casos, bastaba para pagar el servicio prestado. A las seis de la mañana ya estaba en el bar, pendiente de la llegada de los primeros parroquianos para pedirles que le invitaran a un café o le dieran un cigarrillo. Le gustaba vivir solo, aunque sus hermanos (cinco) estaban pendientes de que nada le pasara y las vecinas del portal se encargaban de que rara vez le faltara un plato caliente a la mesa. Ahora ya nadie le toma las bolsas a las mujeres por la calle.
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