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Raúl Hernández
Viernes, 13 de mayo 2011, 22:07
«Primero el suelo comenzó a trepidar acompañado del ruido de cristales cayendo. Después, y tras varios segundos eternos en los que trataba de protegerme de mi propia casa, un enorme estruendo, igual que si la tierra se hundiera. A la nube de polvo y al intenso silencio le siguieron gritos de socorro y alaridos de dolor. Era el marido de mi vecina llamando a su mujer y a sus dos hijos. Yo no paraba de llorar, de llamar a mi niña y a mi marido. Fue lo más parecido a vivir el fin del mundo»
Lo que sintió Marisol Rodríguez, tras el cataclismo, era el derrumbe de un edificio entero a escasos metros de su cocina. Ella y su marido Cristóbal Meca saben que han estado a un paso de la muerte. Su inmueble es el más cercano al que se desplomó tras el segundo seísmo en el barrio de La Viña.
Hoy miran a su alrededor y no dan crédito a lo que ven.
Parte del edificio hundido está dentro de su negocio de compra-venta de coches situado en uno de locales debajo de su casa. Esa imagen da una idea de lo cerca que estuvieron de ser engullidos por los cascotes.
Ahora, dos días después, necesitan entrar a su vivienda marcada con un círculo amarillo que índica que sólo pueden entrar a coger sus enseres de la manera más rápida posible. Sin embargo, los técnicos aún no se lo aconsejan porque la pala está realizando labores de desescombro y la vibración puede hacer que todo se venga abajo. Pero a pesar del miedo piden entrar y sacar lo imprescindible para subsistir y comenzar de nuevo.
Medicinas, ropa, documentos, algunos alimentos y fotografías. La idea de perder todos sus recuerdos angustia a Marisol. Le faltan manos y bolsas para llevarse todo lo que desearía, pero permanecer más tiempo en la casa no es seguro.
Su historia es una más de las miles que se podrían reproducir pero lo que han vivido es digno de contar porque ellos, su hija y su nieta de pocos meses estuvieron a un tabique del infierno.
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