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ANTONIO DÍAZ BAUTISTA
Viernes, 18 de diciembre 2009, 02:10
Dentro de unos meses nos encontraremos con que la primavera habrá venido, pero ya no sabremos cómo ha sido. Depués del invierno, que comienza a acecharnos, vendrá, otra vez, la primavera y ya no tendremos a Molina Sánchez para anunciárnosla. Se nos ha marchado, tras una vida muy larga, en uno de esos días fríos y grises, tan inusitados en nuestra tierra. Después de su partida, nos preguntamos cómo se las va arreglar Murcia sin él, si no es manteniendo su recuerdo, para seguir siendo ella misma. Cada año, con los primeros aleteos primaverales, nos regalaba Pepe una nueva exposición y, cuando brotaban sus ángeles femeninos, sabíamos que, aunque el viejo invierno, ya en derrota, diera algún torpe coletazo, la vida renacería, jugosa, magnificente y espléndida, por las calles de la ciudad y los caminos de la huerta. En cuanto se colgaban los cuadros de Molina, aparecían sobre los limoneros las once mil vírgenes del azahar, venciendo, con su perfume, los malos humos.
Hasta el final ha podido ejercer el pintor la refinada sensualidad de su siempre juvenil paleta, y también su extraordinaria cordialidad personal. Todavía, hace muy pocos días, teníamos la suerte de poder charlar con él, a la salida de los conciertos o en los eventos culturales, a los que acudía en su silla de ruedas. La inevitable mordedura de la edad no había menoscabado, ni lo más mínimo, su lúcida percepción de la belleza, ni, menos aún, la exquisita bondad que trasmanaba su persona. Por eso, sus amigos, es decir, todo el mundo, nos acercábamos a saludarlo, buscando contagiarnos de su elegante serenidad. Pepe Molina fue siempre fiel a sí mismo, sencillo, humilde y abierto, como era cuando, mucho más joven, tomaba en brazos a mis hijos, de muy pocos años, y les enseñaba, uno a uno, los cuadros de sus exposiciones.
Ahora los ángeles, con los que tan amable trato tenía, se lo han llevado con Amparo, su compañera de siempre, que lo estaba esperando desde hacía algún tiempo. Molina Sánchez tiene que estar donde se merece: haciendo florecer sus manchas de color y escuchando la sublime «armonía de las esferas», que decía Platón. Me imagino que, al verlo llegar, el travieso Mozart habrá improvisado un minuetto para recibirlo, el vitalista Haendel habrá dirigido el 'Aleluya', Juan Sebastián Bach le habrá desgranado una de sus fugas para teclado y hasta el gruñón de Beethoven habrá tarareado el 'Himno a la Alegría'. No sé si debo desearle, como suele hacerse en estos momentos, que descanse en paz, porque la paz la llevó él siempre consigo; más bien me atrevo a pedirle que desde allí nos siga transmitiendo la paz del espíritu a quienes tanto lo vamos a echar de menos.
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