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CARLOS F. IRACHETA
Sábado, 7 de noviembre 2009, 01:32
Érase una vez un país bajito y con bigote que hondamente preocupado por lo caros que estaban los solares y los pisos, decidió que todo el monte fuera orégano y se pudiera urbanizar y construir a toda costa, menos en el istmo ecologista, por eso de que luego no se les encadenaran y se fueran con el chivatazo al gran hermano europeo y este les tirara de las orejas y aunque se tuviera un Oreja en Europa eso no les iba a servir de nada.
Para la consecución de tan entrañable fin, que no era otro que muchos solares y pisos más baratos, se promulgaron leyes en el choricero convencimiento de que el exceso de oferta abarataría la demanda.
Pero no fue así, alguien que será elevado a los altares de la estulticia, se equivocó como un pichón, que no como una paloma. Los solares se pusieron por las nubes gracias a la acaparación y el oligopolio de unos (botín seguro) y a la especulación de otros. A los pisos les sucedió otro tanto, pese a que se dijo que se alicataban mas pisos que los aliados y el eje juntos, eso sí, de lujo y a precios astronómicos que no de los sociales ¡para qué! si se los quitaban de las manos.
Y todo ello con la más que interesada contribución de los prestamistas que acumulaban más y más hipotecas basura que revendían en el mercado globalizado de la especulación financiera, el invento de los neocom y neoliberales, los del libre mercado, los que dicen que el mercado lo regula todo, todo menos préstamos que eso lo tiene que garantizar papa Gobierno.
Como no podía ser de otra forma, el globo, que no la burbuja, se infló e infló hasta que como todo el mundo sabe, menos los del bigote, explotó. Explotó y se llevó por delante a inversores especuladores, compradores, ahorradores y prestamistas del tres al cuarto, sí los que daban euros a cien pesetas, además de los daños colaterales a oficios e industrias afines.
También hubo algunos que se forraron, entre ellos los vendedores de solares, pero por eso de que en el pecado está la penitencia o lo de San Martín, las ganancias en blanco y negro fueron a parar a la mano que mece la cuna, al mercedes y a la compra de pisos al mismo promotor. Se quedaron sin fe y sin honra, o sea sin solar y sin pisos, como el caso de los propietarios del zerrichar y afamados enrejados entre otros. Hoy vagan como alma en pena.
En este dislate colectivo no se quedaron atrás los alguacilillos locales, sobre todo los de panochilandia, una horda de expertos urbanísticos, que ahora desfilan por los tribunales de justicia, les invadió y les enseñó cómo forrarse en beneficio propio, colectivo o en ambos. El urbanismo había muerto y lo que se llevaba era el enjuague, digo, el convenio urbanístico, una cosa que se negocia en un buen restorán, entre el alguacilillo, el dueño (no siempre) o interesado y el listillo experto o intermediario que se las llevaba pero que muy bien.
La cosa era tan fácil que hasta un alguacilillo de pueblo lo podía hacer, cuanto más ignorancia mejor, tan simple como eso de que yo te reclasifico para que levantes tropecientos pisos y tu pagas tanto a las arcas municipales en cómodos plazos y si de paso queda algo suelto por ahí, pues me lo ingresas en las Islas Caimán (aunque no siempre fue así, claro está). El milagro de los panes y los peces se hizo carne y los alguacilillos daban por resuelta la financiación de su ínsula barataria. Pues no, no ha sido así y las ínsulas baratarias están al borde de la ruina, a más convenios más ruina. Se vendió la piel del oso antes de cazarlo.
¿Y la ley, qué ley amparaba todo este tejemaneje? Naturalmente la ley de solares de panochilandia que dejaba chica a la del bigote y que entre el panochari mayor y sus mariachis se encargaron de desperfollar (nunca mejor dicho) la panocha, para que todo valiera y de paso que le fueran dando por el cabocope a los ecologistas y a Bruxelas. Y en eso estamos, aunque todo esto -claro- es ficción.
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