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SU PARAÍSO. El pintor, fotografiado en su estudio en mayo de 2000. / JUAN LEAL
El recuerdo de un pintor
ADIÓS A MUÑOZ BARBERÁN LA HUELLA QUE DEJA

El recuerdo de un pintor

PEDRO SOLER

Lunes, 3 de diciembre 2007, 01:49

No llevaré la contraria a García Martínez, y menos en cuanto a nuestro amigo Muñoz Barberán se refiera. Ellos eran amigos, cuando yo no era más que un aprendiz de su amistad. Pero le voy a decir que Manolo sí esperaba morir alguna vez, aunque no supiera cuándo y de qué manera. Lo que sucede, ya entonces sucedía y siempre ha sucedido, es que él sabía tomarnos el pelo con el mayor de los cariños, reírse con espontaneidad y tratarnos, cuando deseaba, con una socarronería intachable.

Digo esto -lo de sus saberes sobre la muerte-, porque allá por mayo del 2000, cuando a punto estaba de cumplir los setenta y nueve, Manolo ya aceptaba que le llamaría alguna vez, pero también confiaba en que le sorprendiese «con los pinceles en la mano, porque -decía- no sé hacer otra cosa». Se preguntaba: «¿Cómo voy a estar esperando morirme con los brazos cruzados, si no sé cultivar rosas, ni criar pájaros que es lo que a ti te gusta? Solo sé pintar». Pero, en fin, no nos vamos a enzarzar en escaramuzas, para comprobar si esperaba o no a la doña.

Tampoco está él por aquí -hace tiempo que estaba por otros espacios-, para que nos indique quién lleva razón, algo que, aunque se la diera a mi oponente no me dolería. Lo que duele es que Manolo ya no está. Jamás lo vamos a tener, por muchas vueltas que dé el mundo; ni a ver, creo, pese a que Su Santidad, acaba de emplazarnos, de nuevo, para la cita del Juicio Final. Pienso que será imposible organizar tamaña marabunta humana, para que los amigos volvamos a encontrarnos en la otra vida.

Pero más que de muerte -que bastante hemos dicho y comentado- uno quisiera recordar al Muñoz Barberán pintor, capaz de emocionarse, si algún desconocido lo identificaba y le soltada el más ordinario de «me gusta mucho su pintura». O cuando entró en no sé qué cuchillería, en la que el dueño por poco se corta un dedo cuando lo vio llegar, y, a voz en grito, espetó a su mujer: «¿Nena, enciende todas las luces que nos ha visitado un gran pintor!». Quiero recordar al Muñoz Barberán, como personaje de la vida urbana, algo que portaba en sus entresijos. Quizá por ello, en el fondo de sus lienzos queda reflejado el tránsito de la ciudad, con una entrega y diversidad pocas veces superadas. Lo importante para él y lo que daba emoción a esos cuadros de rincones, calles, terrazas o cúpulas, es que siempre surgía como un hálito de vida, como una suspiro, el transeunte ajeno a que quedaba retratado para siempre.

La soledad y las calles desiertas producían angustia a nuestro pintor. Quiero recordar al Muñoz Barberán más liberal que uno pueda imaginarse, en lo referente a su manera de enfocar las situaciones, en su modo de opinar sobre aquello que cultivó con tanta pasión y necesidad; en su manera de respetar a todos los pintores de su entorno y exigir el mismo respeto para su obra, porque, como afirmaba, cada cual tiene derecho a hacer lo que quiera y lo mejor que pueda, «como me han enseñado los pocos maestros que he tenido». No creo, en fin, que fuese una frase hecha lo que uno de sus hijos -nueve tuvo, y, junto a su madre, alguno lloraba como un chiquillo en ese adiós para siempre- afirma ayer: «Mi padre ha muerto pensando en la pintura». A mí no me dijo Manolo que no esperaba morir jamás; pero sí que quería que, el día en que muriera, se le recordase así: Muñoz Barberán, pintor. Es un título sobradamente merecido, por el que luchó y trabajó con una entrega, diría que inigualable.

Los demás sabrán si uno se excede en sus juicios. Creo que no. De cualquier forma, los amigos debemos seguir siéndolo, aunque la muerte nos separe y nos acompañe.

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