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ARCÍA MARTÍNEZ
Domingo, 2 de diciembre 2007, 10:08
Conociéndolo, sabía que antes o después me iba a gastar una putada. Además de la de morirse sin permiso -que eso es lo que ha hecho finalmente-, dejándonos a muchos desconsolados. Principalmente a Fuensanta, que no sólo lo quiso, sino que lo asistió durante tantos años. Pues, como suele suceder con los artistas, Manolo necesitaba una asistencia con mucha resistencia, es decir fuerte. Porque Manolo era mucho Manolo, pero Fuensanta es mucha Fuensanta.
La putadita que decía ha sido marcharse a la hora de comer, lo que me obliga a perderme la siesta (que a mí nunca me la tocó nadie), para poder escribir a tiempo estas líneas. Aunque bien que me he vengado. Pues, nada más despedirlo, me he comido un huevo frito.
Espero del lector que no se llame a escándalo por esta frivolidad mía, acerca de alguien que ya no está entre nosotros. Pero, si el muerto hubiese sido yo, su reacción sobre mi persona habría sido la misma. O peor aún. Que cada uno sabe sus cosas y no tienen por qué saberlas los demás.
Lo del huevo viene a cuento porque los médicos le mandaron que no echara de comer a su colesterol. Y, claro, sólo por eso, Manolo soñaba con los huevos fritos. Cuando compartíamos los dos unas tristes verduras, él se encargaba, masoca consigo y borde conmigo, de dibujarme en el aire un huevo frito con puntilla. Y, para más cachondeo, hacía como que sopaba en la imaginaria yema.
¿Darán huevos fritos en el Cielo? La verdad es que no lo sé, porque nunca he estado allí, pero él los pedirá seguro. Eso no me lo quita nadie de la cabeza. Esta última semana, su familia y sus amigos la hemos pasado ya en el andén donde Manolo tendría que embarcarse. No iba ligero de equipaje, como dijera el poeta, sino que lleva dentro de la cabeza la ingente obra que hizo en su larga vida de pintor y escritor. Y, mientras esperábamos la llegada del lamentable tren, todavía tuvimos la dicha de comunicarnos con él.
Estando en la cama como un señor, preparándose sereno y sin pecados para el largo viaje, hacíamos nosotros cola para decirle cosas, por si acaso respondía. Y vaya si respondió. Principalmente a los besos de Fuensanta y de los chiquillos, que ya no lo son tanto. Cuando ya su confuso cerebro se lo permitía, hacía señas y él también les mandaba besos, claro que al aire. Yo casi le grité, zarandeándolo incluso, mi acostumbrado: «¿Hola, don Manué!», y él levantó la mano, como diciéndome: «¿Hola y adiós!». Un perrico blanco y negro, de esos que no tienen pedigrí, pero que amaba al artista, acurrucado en un sillón, nos miraba con ojos tristes, como diciendo: «Ya veis qué malico está don Manuel». Porque el animalillo también lo conocía por don Manuel.
Alguien dirá que echo mano del topicazo, si digo que, con la muerte de Muñoz Barberán,perdemos una institución murciana. Pero es que en su caso es verdad. Manolo viene a ser como un trozo de piedra de la fachada de la Catedral, que ha caído al suelo, desde luego que sin dañar al acordeonista, inmigrado y barbado, que alegra la vida de la ciudad. ¿Cómo iba a hacer daño ninguno a la música, si era otra de sus pasiones? En su lecho de agonía sonaba, solemne y leve, el genio de los clásicos
Otro tópico verdadero: era un renancentista, si por tal entendemos quien se abre, con conocimiento de causa y sin prejuicios, a todas las artes y a todas las literaturas. Pintor y también investigador. Amén que ilustrador de sus propios escritos.
Estaba empeñado en demostrar que un payo de Mula, Ginés Pérez de Hita, era el verdadero autor del Quijote Apócrifo. Ahora podrá comprobarlo, allí arriba, cuando se tope con Ginés y con el mismísimo Cervantes. Era tal su pasión por el asunto, que los amigos dábamos por hecho que el tal Ginés vivía en la casa y compartía con el escritor la olla gitana -con pera, por supuesto- que hacía Fuensanta los viernes.
Sólo un reproche tengo que hacerle a Manolo. Varias veces nos dijo a más de uno que no se iba a morir nunca. Y nos lo prometía poniendo una cara tan seria, sin torcer ni un tanto así el bigotico blanco, que llegamos a creer que no era un farol, sino que iba en serio.
Pero nos ha engañado. Porque, ayer, cuando fuimos a verlo a la hora del vermut, ya no estaba en la habitación. Buscamos por todas partes, miramos hasta detrás de los cuadros de su estudio... Y, nada, que se había esfumado. Sí vimos un coche que se alejaba por la calle que se titula precisamente de Muñoz Barberán. Y, desde luego -aunque sin caballos empenachados-, nos pareció que no era un vehículo de andar por este mundo.
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