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ÁNGEL GARCÍA PINTADO
Miércoles, 3 de octubre 2007, 02:50
Holanda, la tierra de Rembrandt, Van Gogh y Anna Frank, se plantea estos días si el inefable libro de Adolf Hitler (autobiografía y doctrina para un futuro pluscuamperfecto inmediato) debe seguir prohibido. Desde la liberación del país por los aliados, el anatema legal pesa sobre esta obra que sienta las bases del nazismo, su delirio de preservación de la raza aria con el consiguiente proyecto de exterminio judío. En realidad, quien lo ha planteado es el ministro laborista de Enseñanza, Cultura y Ciencia, Ronald Plasterk, que ya ha sido acusado por ello de novato. Uno de sus adversarios seculares, el populista de la derecha, Geert Wilders, conocido por su devota inquina hacia el Islam, aprovechó que el agua de los canales pasaba por Amsterdam para exigir la prohibición del Corán. «Prohibamos ese libro miserable, del mismo modo que está prohibido el Mein Kampf». La gresca amenaza con devenir surreal en un país caracterizado por su talante democrático, admirable en tantos aspectos por su natural ejercicio de las libertades y por las leyes sociales que amparan a sus ciudadanos. Los Países Bajos trataron de mantenerse neutrales cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, como lo habían hecho durante la Primera; sin embargo, no tuvieron tiempo ni de pensárselo, pues los tanques hitlerianos los invadieron en menos que canta un gallo, el gobierno junto con la reina Guillermina escapó a Londres donde se estableció un gobierno en el exilio. La resistencia interior, aunque no exenta de vigor, resultó inútil. Los holandeses pasaron hambre, terror, sufrimientos sin cuento, la mayoría de su población judía resultó aniquilada, entre ellos estaba esa muchacha que escribió un diario íntimo en la clandestinidad que la hizo tan famosa: Anna Frank. En fin, también hubo quien colaboró de forma voluntaria con el invasor, y de hecho el príncipe Bernardo, consorte de la reina Juliana, desaparecido a edad provecta hace poco, fue oficial de las SS hitlerianas. La memoria histórica no perdona, y en el fondo este ficticio debate nacional sobre el derecho del Mein Kampf a reaparecer en las librerías del país no deja de estar tintado de contradicciones y ambivalencias inspiradas por malas conciencias o miopes sectarismos. Pues ese libraco es ya, al fin y a la postre y aunque nos pese, un clásico. Un clásico de la maldad y de la estupidez, antivirtudes que con frecuencia suelen ir indisolublemente unidas. Más de cien mil ejemplares de su edición neerlandesa circulan bajo cuerda en el país. Para más inri, en Internet se puede acceder libremente a él. ¿Qué sentido tiene, entonces, seguir prohibiendo su reimpresión y difusión?
El buen demócrata sabe que las prohibiciones, las castraciones censoras, las fogatas inquisitoriales deben serles adjudicadas en exclusividad, con toda justicia y por derecho histórico adquirido al integrismo, al fanatismo, al fascismo y, en general, a todos los totalitarismos conocidos y por conocer. Tengamos siempre en la memoria aquel ingenioso eslogan del Mayo'68: 'Prohibido prohibir'. Es algo más que una frase.
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